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Documento BOE-A-2023-13947

Resolución de 11 de enero de 2023, de la Consejería de Cultura, Política Llingüística y Turismo, por la que se incoa expediente para la declaración de la cultura del azabache, como bien de interés cultural de carácter inmaterial.

Publicado en:
«BOE» núm. 139, de 12 de junio de 2023, páginas 83596 a 83627 (32 págs.)
Sección:
III. Otras disposiciones
Departamento:
Comunidad Autónoma del Principado de Asturias
Referencia:
BOE-A-2023-13947

TEXTO ORIGINAL

Antecedentes de hecho

Primero. La existencia de un yacimiento de azabache de excepcional calidad en Asturias permitió, ya desde épocas remotas, su explotación minera y su aprovechamiento artesanal, surgiendo una cultura basada en las cualidades de este singular mineral. Entre sus virtudes, destaca su supuesto carácter profiláctico, que posibilitó demandadas elaboraciones artesanales en piezas con las que se comercializó, sobremanera, fuera de la comunidad, bien fuera a través de formatos convencionales como amuletos o bien singulares, en variadas elaboraciones de joyería.

Esta trayectoria histórica y artística se identifica con un área geográfica determinada, Les Mariñes de Villaviciosa y sus inmediaciones, donde pervivió la tradición minera hasta hace un par de décadas y en la que se concentra el mayor número de artesanos que aún siguen vinculados a esa materia prima. El oficio de azabachero, hoy aminorado en el número de sus artífices, elabora y comercializa básicamente dos tipos de productos: Piezas tradicionales de las que generan una gran producción (por ejemplo, ciguas que se venden mayoritariamente al mercado compostelano y asturiano) y singulares piezas de joyería que salen de talleres en los que se define un estilo propio, trabajándose el diseño y una elaboración distintiva e innovadora, en una línea que incorpora nuevos materiales. Ambas tienen vigor y mercado.

Resulta claro que al azabache se le confiere en Asturias, cultural y socialmente, un valor incontestable que se revela su uso a lo largo de la historia. Su rareza, su color, su brillo y su inalterabilidad, así como sus supuestas propiedades, explican un aprecio que ha llegado al siglo XXI y que justifica una propuesta de protección patrimonial, a través de la declaración de la cultura del azabache como bien de interés cultural inmaterial.

Segundo. Con fecha 22 de septiembre de 2021, el Pleno del Consejo del Patrimonio Cultural de Asturias acordó informar favorablemente la incoación de un expediente para la declaración de la cultura del azabache como bien de interés cultural de carácter inmaterial.

A los antecedentes de hecho, son de aplicación los siguientes

Fundamentos de Derecho

Primero. Examinados los artículos 10 y 11 de la Ley del Principado de Asturias 1/2001, de 6 de marzo, de Patrimonio Cultural, que definen y establecen los tipos de bienes declarados de interés cultural, los artículos 14 y siguientes de la misma ley que recogen los trámites necesarios para su declaración, desarrollados por el capítulo I del título primero del Decreto 20/2015, de 25 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de desarrollo de la Ley del Principado de Asturias 1/2001, de 6 de marzo, de Patrimonio Cultural.

Segundo. En virtud de lo dispuesto en el artículo 9 del Decreto 20/2015, y en aplicación de los principios de eficacia, eficiencia y racionalización de los recursos públicos, se simplifica el contenido del expediente de inclusión, toda vez que la documentación obrante en el expediente es suficiente para definir los valores que hacen merecedora a la cultura del azabache de su declaración como bien de interés cultural de carácter inmaterial de Asturias.

Tercero. Vista la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y la Ley 2/1995, de 13 de marzo, sobre Régimen Jurídico de la Administración del Principado de Asturias.

Cuarto. En lo relativo a las competencias, es de aplicación el Decreto 13/2019, de 24 de julio, del Presidente del Principado de Asturias, de reestructuración de las Consejerías que integran la Administración de la Comunidad Autónoma, el Decreto 86/2019, de 30 de agosto, por el que se establece la estructura orgánica básica de la Consejería de Cultura, Política Llingüística y Turismo, y la Ley 6/1984, de 5 de julio, del Presidente y del Consejo de Gobierno del Principado de Asturias.

Vistos los antecedentes de hecho y los fundamentos de Derecho resuelvo:

Primero.

Incoar expediente administrativo para declarar bien de interés cultural de carácter inmaterial, la cultura del azabache, según la descripción que consta en el anexo I de esta resolución, que forma parte de la misma.

Segundo.

Que esta propuesta se notifique al Registro General de Bienes de Interés Cultural de la Administración del Estado, y se proceda a su publicación en el «Boletín Oficial del Principado de Asturias» y en el «Boletín Oficial del Estado».

Este acto pone fin a la vía administrativa y contra el mismo cabe interponer recurso contencioso-administrativo ante la Sala correspondiente del Tribunal Superior de Justicia del Principado de Asturias en el plazo de dos meses, contados desde el día siguiente al de su publicación, sin perjuicio de la posibilidad previa de interposición del recurso potestativo de reposición ante el mismo órgano que dictó el acto, en el plazo de un mes contado desde el día siguiente al de su publicación, no pudiéndose simultanearse ambos recursos, conforme a lo establecido en el artículo 28 de la Ley del Principado de Asturias 2/1995, de 13 de marzo, sobre régimen jurídico de la Administración del Principado de Asturias, y en los artículos 123 y 124 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. No obstante, los interesados podrán ejercitar, en su caso, cualquier otro recurso que estimen procedente.

Oviedo, 11 de enero de 2023.–La Consejera de Cultura, Política Llingüística y Turismo, Berta Piñán Suárez.

ANEXO I
Descripción de la cultura del azabache

Descripción basada en la memoria técnica e histórica que obra en el expediente del Servicio de Patrimonio Cultural relativo a esta propuesta de protección patrimonial, elaborada por la historiadora del arte María Fernanda Fernández Gutiérrez y que se extracta a continuación

1. Identificación del azabache de Asturias, base de esta cultura inmaterial. Se procederá a identificar de manera inequívoca (científica) qué es el azabache y cuáles son las características singulares del extraído en Asturias, algo que aunque pueda parecer extraño no se ha establecido hasta el siglo XXI, y por otro, localizar el territorio del que se extrajo y que también es el marco en el que esta cultura azabachera se encuentra más arraigada. Por último, resulta relevante para el caso hacer alusión, ya desde el inicio, a las confusiones y, sobre todo, falsificaciones que se han dado en relación con este material.

1.1 Caracterización científica del azabache de Asturias. Rigurosos estudios geológicos han determinado que el azabache es un carbón húmico, del rango de los bituminosos (carbón de rango medio), alto en volátiles, perhidrogenado y con propiedades anómalas, derivadas de la incorporación de hidrocarburos migrados de otros sedimentos en su estructura macromolecular, en estadios tempranos de su evolución diagenética. Así que su evolución post-sedimentaria es la que implica una impregnación de hidrocarburos y la causante de su carbonificación anómala, lo que supone que durante la evolución orgánica se potencien las anomalías físico-químicas que presenta. También esos hidrocarburos son los causantes de su excepcional estabilidad: la degradación a largo plazo es prácticamente desdeñable (lo que lo convierte en un material tan sumamente apreciado para la elaboración de diversos aderezos, amuletos o joyas). Esta característica se explica por el hecho de que durante el Jurásico Inferior (Pliensbachiense) existieron rocas madre de petróleo con tendencia a migrar hacia estratos superiores en busca de zonas de inferior presión, impregnando así la secuencia sedimentaria, incluyendo los azabaches del Jurásico superior. Es lo que se documenta en Tazones, por ejemplo, explicando sus condiciones específicas.

Ha sido considerado tradicionalmente como una variedad de lignito y, macroscópicamente, es un vitreno: Uno de los litotipos definidos dentro del rango de los carbones húmicos. No obstante, tiene propiedades diferentes y anómalas respecto a las reconocidas en otros de estos.

En resumen, agregamos como características su elevado poder calorífico (anómalo en relación con los lignitos), su alto potencial petrolígeno, la baja termoestabilidad, la escasa porosidad (que justifica su inalterabilidad a lo largo del tiempo) y un anómalo desarrollo de la reflectancia.

Desde un punto de vista de la composición química, es muy elevada la presencia de carbono e hidrógeno, baja la de nitrógeno y oxígeno, contiene azufre pero no pirita (lo que explica que no sufra la acción del oxígeno) y presenta bajo contenido en cenizas.

Estas son las conclusiones del trabajo exhaustivo y reciente, realizado por geólogos y químicos especializados de distintas universidades y organismos, que plantean ya en esta inicial caracterización físico-química del azabache de Asturias algunas de las propiedades resultantes de su génesis, que interesan y mucho al objeto que nos ocupa. Concluyen que posee unas propiedades excepcionales consecuencia de su proceso de formación, cualidades que lo convierten en un material semiprecioso y escaso. En último término, más allá del origen paleobotánico y del encaje geológico, es la presencia de hidrocarburos en el proceso diagenético de definición (específico del área de Oles, según han documentado) el que le confiere esas condiciones singulares ya definidas de manera objetiva y que justifican su alto aprecio, tanto en bruto como elaborado. De ahí su escasez, por su pura singularidad geológica, muy circunscrita a un área específica.

Ahora bien, queremos señalar que también han abordado su proceso de formación y caracterización otros especialistas desde finales del siglo XX y en este propio siglo XXI, en Asturias, con otros planteamientos. Nos referimos al Grupo de Investigación constituido en 1993, bajo el nombre «Azabache y leño fósil»: un equipo en el que geólogos y biólogos participan, de la mano de otros estudiosos y artesanos, avanzando igualmente en la determinación de unas bases científicas para la «denominación de origen» de este singular material, sintetizando sus avances en 2007.

Lo definen como una mezcla heterogénea de material carbonáceo orgánico y materia mineral, constituida principalmente por vitrina, siendo un compuesto orgánico muy complejo que deriva de la lignina y la celulosa. De su análisis sobre el origen y los procesos sedimentarios que dieron lugar a esta materia, comparándola a través de una serie de caracteres anatómico-microscópicos a los que se sometieron muestras tanto asturianas, como de otros territorios peninsulares (Cantabria y Teruel) o extraibéricos (Gran Bretaña y Turquía), se infiere que existe una base científica para establecer una posible denominación de origen del azabache asturiano, que era aparentemente su propósito.

En conclusión, parece evidente que la definición científica, objetiva, de la materia prima no ha sido clara hasta fecha muy reciente y también que su filiación es relevante para el tema, que habrá de desarrollarse, de la «autenticidad» y la «singularidad» o especificidad que se venían manejando como valores cruciales.

Como propiedades físicas, el azabache asturiano es negro, compacto, brillante (brillo vítreo), suave al tacto, ligero, bastante duro (3-4 escala Mohs) aunque frágil. Tiene fractura concoidea (aunque puede ser también cúbica), que proporciona fragmentos de bordes netos y cortantes. Es susceptible de ser tallado y pulido. Asimismo, es muy estable en el tiempo: esa inalterabilidad es una de sus mayores cualidades y las evidencias incluso arqueológicas son buena prueba de ello. Se agrega en su caracterización que raya de color pardo oscuro (color de la huella que deja tras incidir sobre una placa de porcelana sin vidriar) y produce abundante humo al arder, desprendiendo un olor bituminoso y, a veces, fétido.

1.2 Base botánica, proceso geológico y marco geográfico. El azabache es la gema más conocida y difundida de las que existen en Asturias: en una franja costera, que arranca de Lastres y alcanza hasta Somió, es donde se localiza este material según el cásico estudio realizado por el IGME en la década de 1980. Ahora bien, es sobremanera en el concejo de Villaviciosa y en ciertas parroquias de Gijón donde se halla el epicentro tanto de su explotación minera como también de su transformación en piezas de adorno o joyas en talleres artesanales, que se ha mantenido con altibajos hasta el presente.

Las capas de azabache se localizan en los tramos más altos del Jurásico Superior, de edad Kimmeridgiense, constituidos por una alternancia de areniscas, margas y arcillas limolíticas negruzcas: se ha originado a partir de troncos leñosos arrastrados y depositados entre las areniscas de la conocida como Formación Lastres, aunque también en las llamadas La Ñora y Vega, en un ambiente sedimentario de tipo transicional. El azabache se asigna a géneros-forma de maderas fósiles, sucediendo en el caso de Asturias que corresponde a araucariáceas, específicamente al género Agathoxylon y subespecie B (taxón que se podría denominar Asturiensis) y que es el identificado en Oles, Arenal de Aranzón, Alto de la Madera, Playa España y San Martín de Huerces. También se asocia a protopináceas, del género Brachyoxylon (que tiene campos de cruce araucarioides) y en el que se identifican subgrupos hasta ahora desconocidos y citados como sp. A, B y C. Los niveles presentan un espesor centimétrico o decimétrico, se hallan interestratificados y poseen carácter lenticular.

El más valorado no debe presentar vetas (siendo frecuentes las de pirita, arenisca o carbonatos) ni impurezas, siendo del mayor tamaño posible. Su brillo se acentúa y adquiere calidad durante el proceso de pulimentado.

Las excavaciones antiguas se sitúan en la referida faja de la mariña, siendo conocidas explotaciones en La Providencia (Somió), Quintueles, Quintes, Villaverde, Argüero, Careñes, Tuero, Oles, Tazones y Lastres. Destacan por su relevancia los yacimientos de Quintueles, Argüero, Villaverde y, sobremanera, Oles (en particular, la mina La Cimera), que fue el último lugar en ser explotado y cuyas escombreras son aún hoy fuente de recursos materiales. Son zonas de acantilados (cantiles), con vaguadas de torrenteras y riachuelos (muchos estacionales) abiertas en fallas, que cortan estratos jurásicos en los que aflora el azabache. Los minados suelen hallarse en la vertiente derecha de la vaguada, buscando el drenaje natural de las galerías, aprovechando el buzamiento que se da de las capas hacia el mar, hacia el Oeste.

1.3 Confusión e imitación del azabache. Un problema de orígenes remotos. Aunque la expresión «orígenes remotos» pueda parecer vaga, se ha documentado cómo ya en la prehistoria se utilizaron materiales de aspecto similar al azabache, en principio para aparentar ser éste: ya fuera por sus atributos mágicos o protectores, por la valoración social que tenía…, existía el interés en fingir su posesión. En este sentido se pronunció ya Müller (1987) y esas sustituciones en joyería se hacían en toda Europa, tanto con otros elementos geológicos (tales como lignitos, pizarras o antracitas) como otros productos naturales (asta, hueso, marfil que se presentan teñidos o quemados, maderas…) e incluso otra suerte de carbones: como el de esporas (sapropélico), llamado cannel coal, de inferior brillo y peor conservación, pero de larga tradición; también se utilizó la pasta vítrea.

Por otro lado, hay impresionantes piezas de azabache de época antigua que no han sido catalogadas como tal y se exhiben en museos o se describen en documentos académicos, ignorando su verdadera naturaleza. En muchas ocasiones, esa confusión lograda de manera más o menos intencionada, se ha perpetuado hasta el presente: tal vez por falta de rigor o bien por mantener identificaciones antiguas, se exhiben en museos piezas de las que se indica son azabaches cuando algunos expertos ya han probado que no es cierto.

Así lo explica, en su estudio pormenorizado, Andrea Menéndez: «A la hora de buscar paralelos para materiales de este tipo, en memorias y museos, nos encontramos tanto en la península como en otros contextos, con las dificultades que conlleva el rastrear un material poco conocido, siendo lo más habitual una identificación errónea. Entre las clasificaciones más comunes encontramos madera quemada, hueso quemado, asta quemada, marfil quemado, pasta vítrea, vidrio negro o piedra negra en general, siendo habitual su confusión con una gran variedad de piedras o materiales diversos en esas tonalidades. No por casualidad estos mismos materiales han sido utilizados desde etapas muy tempranas, y hasta la actualidad, con la idea de realizar imitaciones de esta materia prima en épocas en las que la demanda era alta, a veces como competencia de bajo coste y otras con fines fraudulentos, siendo habitual encontrar piezas en vidrio negro o hueso quemado que imitan las formas o amuletos tradicionalmente realizados en azabache».

La situación se complica y amplifica en el siglo XIX: se complica con la incorporación de nuevos productos que se suman a los que venían siendo utilizados por su similar apariencia, siendo muchos de ellos ya de producción industrial. En ese sentido, los nuevos procesos fabriles logran ampliar el catálogo de materiales y abaratar en gran medida su coste, manteniendo la vocación de similitud con el azabache pero con un precio competitivo. La amplificación deriva de la expansión de la joyería y, diríamos, «bisutería» de luto, en unas premisas propias de la cultura decimonónica, que primero establecen unos grupos sociales y luego buscan copiar otros: conllevará un aumento de la demanda porque se forja una cultura y hábitos en relación con la muerte que requieren delicadas piezas negras.

Se utilizó, por estas razones y en ese tiempo: la madera de roble, quemada (oak coal), el ónix u ónice negro (que también es producto geológico, pero cuya intensidad de color se acentuaba con un proceso de tinción a base de azúcar carbonizada, al calentarla en ácido sulfúrico) o el esmalte (resultante de la fusión de vidrio pulverizado y óxido de hierro, que le confiere el color deseado).

Sin embargo, mediada esa centuria, arranca la producción industrial de nuevos productos. En esa lista incluiríamos, en primer lugar, el cristal negro, cuyo lustre se asemejaba al del azabache pulido. También aparece entonces la vulcanita (obtenida por la vulcanización, o calentamiento a muy alta temperatura, del caucho junto con aceite de linaza y azufre) que se difunde a partir de 1851 y permite la producción en serie y, consecuentemente, su popularización. Conviene recordar que es un material de imitación difícil de detectar, pero que puede desprender olor a azufre si se introduce en un envoltorio durante un cierto tiempo. De igual modo, surge en esta época la ebonita (similar a la anterior, con mayor proporción de azufre y cocción más larga, cuyo color negro era más estable y duradero). Se trata de un material inventado en 1844 por el estadounidense Charles Goodyear y al mismo tiempo por el inglés Hancock; fue presentado en la exposición universal de Londres de 1851.

En Inglaterra se usó temporalmente el llamado Channel Coal, una sustancia procedente del área carbonífera de Durham. También del Reino Unido irradió el uso de otro material de apariencia similar al azabache, la gutapercha: el uso de esta resina que exuda un árbol común en el sudeste asiático se presentó ya con un planteamiento comercial en la Inglaterra de 1842-43, desencadenando un gran interés por sus ventajas económicas. En la exposición de Londres de 1851, a la que ya hicimos mención, también se presentaron artículos a la moda victoriana ejecutados en este material.

Ya en las postrimerías de esa centuria se descubre, por un lado, el llamado «azabache francés» (un vidrio moldeado procedente de Bohemia y de color rojo oscuro, con presencia de plomo, que adquiría el color negro al ir sobre placas metálicas de ese color, también llamado french jet) y, por otro, la galatita: también llamado marfil artificial o hueso artificial, es un material plástico duro obtenido a partir de la caseína y el formol (de ahí que puede denominarse caseína-formaldehído), cuyo uso fue común en Francia y Alemania en las segunda y tercera décadas del siglo XX, para hebillas, botones, peines y piezas asimilables a joyería.

En el siglo XX, se introdujo la baquelita: se trata de la primera sustancia plástica totalmente sintética, creada en 1907 y nombrada así en honor a su inventor, el estadounidense de origen belga Leo Bakeland. Se trata de un fenoplástico que se puede moldear en caliente hasta solidificarse. También en esa centuria se descubrieron las resinas epoxi (una clase de polímeros y prepolímeros reactivos, con múltiples aplicaciones, que se intentaron comercializar desde el primer tercio del siglo XX en USA): todavía se usan en el presente aparentando ser azabache al incorporar virutas o polvo de este mineral. En estos casos, se utilizan moldes en el proceso, un sistema que permite la repetición muy conseguida de piezas hasta entonces realizadas por talla compleja del azabache.

Precisamente en esta proliferación de materiales, así como en su uso generalizado en lo que calificaríamos de bisutería formalmente comparable a la artesanía o a la alta joyería en azabache, reside la dificultad para saber a ciencia cierta si la pieza que se nos presenta es una falsificación o la auténtica gema: quien no sea experto no podrá diferenciarlo y el que lo sea tendrá que recurrir a una lupa. Desde luego, a simple vista (en la exposición en una vitrina, por ejemplo) y, por supuesto, en una fotografía antigua (blanco y negro, escaso detalle) es imposible determinar su autenticidad.

Lo relevante como deducción es que se mantuvo secularmente la consideración de su valor y, por ese motivo, se intentó copiar o reproducir con formas similares: es un elemento de prestigio social hasta nuestros días, auténtico o no. La artesanía, la joyería o la indumentaria que incorporan el azabache o sus imitaciones denotan unánimemente el valor que se le da a este producto: esa es la deducción fundamental.

2. Antecedentes históricos: los conocimientos y prácticas de la extracción del mineral. Sobre la historia de la explotación del azabache en nuestra tierra ya se ha escrito, volviendo comúnmente la bibliografía a los mismos datos y referencias, agregándose el conocimiento arqueológico de algunas minas en época más reciente. De cualquier modo, el hecho de que haya transcurrido prácticamente un siglo desde el abandono de las labores a gran escala y un par de décadas de los últimos trabajos, deja claro que como fenómeno se ha extinguido y que no abundan las referencias para documentarlo como si estuviera activo.

En palabras del arqueólogo Rogelio Estrada, «la minería del azabache, localizada en la marina de Villaviciosa, es sin duda uno de los rasgos definitorios o referentes históricos claves para entender el desarrollo de esa área del Concejo. Los trabajos extractivos sistemáticos parecen haber dado comienzo en la Edad del Hierro, como evidencia su localización en los poblados de la fase más antigua de este período, documentados en las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en el entorno de la ría de Villaviciosa, siendo su momento de máximo apogeo en época bajomedieval e inicio de la Edad Moderna».

De hecho, si nos remontamos en el tiempo, aparecen referencias en el Archivo de Simancas: Una concesión minera para la explotación de azabache en la zona de Villaviciosa en 1675. Mediado el siglo XVII se reducen las peregrinaciones y decae la llamada industria azabachera: En 1753 solo había cuatro minas en la parroquia de Oles, habiéndose abandonado otras muchas. Antonio Carreño y Cañedo, en 1787, recoge la existencia de minas de azabache en Oles refiriéndose de igual modo a su gran calidad. Se ha citado igualmente, por ser ilustrativo, un pasaje recogido en las Respuestas al Interrogatorio de Tomás López, a fines del XVIII: «Las minas más famosas son las de azabache que están en la parroquia de Oles, legua y media de esta capital [Villaviciosa], al norte sobre la costa del mar o unos cerros pizarrosos; es firme, lustroso, admite pulimento; de él se hacen botones, cajas, pendientes, cuentas de rosarios y mil dijes con que comercian en Galicia, Cádiz y América».

Existen precedentes del reconocimiento de la existencia y cualidad del azabache de Asturias en publicaciones científicas extranjeras en tempranas fechas del siglo XIX, las cuales pudieron contribuir a su reconocimiento en el exterior: sucintas referencias como las de Brongniart o M. Sobrino, pero hay que destacar (como en cualquier empeño relativo a la geología y la minería en nuestra tierra) la contribución decisiva de Guillermo Schulz. Éste trabajó con rigor y sencillez recorriendo Asturias de punta a cabo y redactando sus escritos fundacionales: Le debemos la primera mención específica del material que nos ocupa, que adscribió sin dudar al Jurásico.

«Desde la ría de Villaviciosa al este no aparecen en nuestro Lías las masas tan enormes de pudinga ó (sic) arenisca gruesa (piedra fabuda) que de Tazones a Sariego, Siero y Avilés forma gran parte de las lomas y cerros más altos. Las areniscas finas ya abundan mucho en términos de Ruedes del concejo de Gijón y en la parte llana del concejo de Villaviciosa, especialmente en Quintes, Villaverde y toda la Rasa de Fitorias hasta Tazones, y no solamente, suministran excelentes piedras de construcción y para afilar herramientas, sino que en términos de Villaverde, Careñes y Oles encierra esta formación frecuentes y considerables ramas de azabache de calidad fina, que de antiguo se elabora con regular perfección en Villaverde y se exporta en joyas diversas mayormente a La Habana y otros puntos de América; siendo de notar que el azabache basto o lignito en ramas es frecuente en toda la formación arenisca del Lías y también se halla en el terreno de la Creta con succino pajizo ó color de miel más ó menos subido, aunque siempre resquebrajado e inútil para elaborar.»

Tres aspectos cabe destacar, al menos, de este párrafo que le dedica: el primero, la obvia consideración de «rama» de azabache deudora de la condición arbórea inicial del material en el período Jurásico temprano (Lías o periodo liásico); el segundo, lo tocante a la elaboración que ya considera histórica (al usar la expresión «de antiguo») en talleres locales y la constatación de esa exportación con destino al continente americano, la cual asociamos a la demanda de los emigrantes españoles y que habla de su uso en joyería.

Entre 1871 y 1873 se realizan explotaciones formales, alcanzando la producción del primero de esos años el volumen de 60 Qm en una única mina que empleaba a 4 operarios. En 1872 ya había 4 minas, en las que se empleaban 21 obreros y la producción fue de 478 Qm. El último año de la secuencia hubo 3 minas activas con 28 operarios, produciendo un total de 509 Qm. Estos avatares hicieron del último cuarto del siglo XIX y del primero del siglo XX una etapa en la que, con altibajos, hubo una producción constante y notable a la que se puso punto final en 1924 (es la fecha que se asume como fin del laboreo minero sistemático) y cuyo destino, como veremos, era primordialmente el Reino Unido. De este primer cuarto del siglo XX, podemos recoger el testimonio fechado hacia 1905 de Caveda y Nava, que menciona la penalidad del trabajo del minero del azabache desde finales del siglo XVIII hasta casi su tiempo: siempre se mantuvo en condiciones de extrema simplicidad, con unos métodos de laboreo que implicaban una gran penosidad.

A partir de esta fecha, la saga de los Noval sigue siendo el referente en el mundo del azabache asturiano: comienza con Bartolomé Noval Montes, que procedía de Siero (como otros mineros del sector) y cuya presencia está documentada en la década de 1880 en Oles, ya en el sector productivo. Trabajaría para A. Lovelace, el vicecónsul inglés en Gijón (ver apartado 3.3), y fue descubridor de nuevos terrenos azabacheros en esta misma zona.

Le sucede su hijo Tomás Noval Solar y cierra la saga su hijo, nieto del primero, Tomás Noval Barredo (1921-2008); este último comenzó a trabajar con 17 años, en 1938, y aunque aún frecuentó ocasionalmente las galerías de la concesión familiar, también se aprovisionó en las escombreras a pie de bocamina hasta prácticamente su muerte, a los 87 años. Su hijo, «Tomasín» (Tomás Noval Tuya), fallecido tempranamente se mantuvo igualmente vinculado al mundo del azabache. También se conserva la memoria de Manolo «Ñovales», minero, que fuera pinche a comienzos del siglo XX en las minas explotadas por los ingleses, y que falleció hacia 1990.

Tomás Noval Barredo ha pasado por ser «el último minero» y una figura crucial en el abastecimiento de los profesionales del sector hasta casi el presente, según hacen memoria los artesanos y recogieron los medios de comunicación. En el siglo XX, por ofrecer una visión cuantitativa, se dan unas cuentas de explotación en kilos…, nunca ya en quintales métricos o toneladas.

Indicaremos que se conocen diversas minas y numerosas galerías abandonadas a lo largo de la zona costera entre Gijón y Lastres, refiriendo R. Estrada (que ha excavado varias de ellas) cómo se distribuyen en La Providencia en Somió, Quintueles (en las inmediaciones de La Ñora), Quintes, Argüero, Careñes, Tuero, Villavede, Oles, Tazones y Lastres. La zona minera por antonomasia, por mayor densidad de galerías y mayor calidad del azabache, es la correspondiente a la parroquia de Oles.

Como características generales, diríamos que se trató de un laboreo absolutamente artesanal, carente de método científico o técnico riguroso, que mantuvo esta explotación en parámetros de escasa evolución y que han dejado una huella efímera sobre el territorio del que se deriva un patrimonio minero muy frágil. Algunas de estas labores las asimilaríamos a los conocidos como «chamizos» en la cuenca central asturiana: sin sistemas de achique de aguas, se basaban en la evacuación de éstas de modo natural, ciñéndose su beneficio a los meses estivales, siendo así una actividad estacional que se combinaba con las tareas propias del campo (ganadería y agricultura). Cabe indicar, asimismo, que esas labores, por la propia condición geológica de los yacimientos, son bastante superficiales: no hay trabajos realizados a cierta profundidad. La iluminación fue rudimentaria y los sistemas de fortificación prácticamente inexistentes; en expresión acertada de Pedro Villanueva, «de piqueta, candil y saco». Si en la protohistoria se dio un aprovisionamiento en el frente del cantil, más tarde se fueron siguiendo las vaguadas de torrenteras o riachuelos estacionales en fallas que cortan los estratos jurásicos, siempre en unas condiciones rudimentarias y con una escala reducida. Como ya apuntábamos en el apartado dedicado al marco geográfico, las galerías de acceso a las vetas solían perforarse en el margen derecho de las torrenteras o vaguadas, buscando el drenaje natural de las mismas, por gravedad, aprovechando la inclinación que presentan las capas hacia el mar, hacia el Oeste.

Así, se practicaba la apertura de una galería, normalmente de longitud y sección reducidas (lo justo para permitir pasar de pie), que podía contar con pozos verticales que las conectaran con otras o para búsquedas concretas. Hubo en algunos casos una pequeña vía, de sencillos raíles, para facilitar la evacuación de estériles (caso de la conocida como mina Cimera), pero lo habitual era ir conformando un rudimentario suelo de tablones de madera por el que hacer rodar una carretilla. La galería avanzaba hasta que se encontraba una veta (no olvidemos que se trata de troncos aplastados, y escasa sección) y los mineros la seguían, cavando ya en la arenisca en posición horizontal, arrastrándose, perforando con la sección justa para que su cuerpo pudiera reptar hacia delante y hacia atrás, con el saco tras de sí. Se procedía con cuidado, retirando la arenisca e intentando obtener los trozos de azabache del mayor tamaño posible.

Los estériles consecuencia de esa actividad extractiva se depositaban ante la bocamina, localizándose así numerosas escombreras ante las más importantes. Sin embargo también fue común arrumbar esos estériles en los márgenes de los corredores interiores, entorpeciendo el paso.

Precisamente esas escombreras se convirtieron, a lo largo del siglo XX y en la actual centuria, en fuente de recursos para la producción artesana y joyera: «mineros de fortuna» rebuscando entre esos materiales de desecho que siguen constituyendo hoy en día el «yacimiento» que alimenta la producción autóctona.

Si bien el trabajo de interior era masculino, la presencia de mujeres en las inmediaciones de la mina era habitual puesto que en la etapa de mayor intensidad de la producción (fines del XIX y comienzos del XX) eran ellas quienes se ocupaban de escoger y lavar en el río, en las riegas inmediatas a las galerías.

En último término, indicar que no hay una arquitectura o ingeniería prevista para este fin, ni siquiera bocaminas definidas por cuadros: a nivel constructivo, hay memoria de una fragua en la que se hacían y reparaban las herramientas de los mineros cerca de la mina explotada por la saga de los Noval de la que prácticamente no queda nada.

De un modo u otro, cabe señalar cómo la recuperación y puesta en marcha de una explotación minera, considerando que el objetivo no pasaría por obtener un beneficio industrial al uso sino de abastecer de materia prima a pequeña escala para mantener una actividad artesanal histórica parece lógica, pudiendo combinar tal aprovechamiento con un uso turístico o didáctico que se agregaría al potencial que de suyo ya tiene esa área geográfica.

3. Antecedentes históricos. La comercialización fuera de Asturias. Resulta lógico considerar que la exportación del mineral en bruto y de las piezas elaboradas, dos cuestiones muy diferentes, es sumamente relevante a la hora de dimensionar la reputación del producto y su consideración social. Al margen del reconocimiento del material y su comercialización fuera de nuestras fronteras con carácter si no puntual, al menos minoritario (caso de Francia, por ejemplo), hay que referir la existencia de tres grandes focos de demanda, notable en cuanto a su volumen y estable por su duración, que difieren entre sí de manera sustancial: nos referimos a los mercados de Santiago de Compostela, América e Inglaterra.

3.1 La vinculación al Camino de Santiago. La vinculación del azabache con la ruta jacobea y la relevancia del Gremio de Azabacheros en Santiago de Compostela son asuntos que la bibliografía dedicada a esta gema ha venido privilegiando en nuestro país. Siendo, sin duda alguna, muy importante desde una perspectiva histórica y también artística (de la que puede dar fe el Museo de las Peregrinaciones o el Tesoro de la Catedral, ambos en la capital gallega), no lo es tanto si tratamos de analizar el fenómeno en cuanto que patrimonio vivo, lo cual resulta crucial desde el enfoque de la cultura inmaterial. También hay consenso al respecto: Las peregrinaciones del siglo XXI no son las vividas en el siglo XV, el papel del azabache hoy en el Camino nada tiene que ver con su trascendencia en el medievo o en la edad moderna.

La referencia incontestable en este sentido es el exhaustivo trabajo de Guillermo J. de Osma y Scull (Madrid, 1916), que además del catálogo de azabaches compostelanos incorpora informaciones sobre representaciones del apóstol y datos relevantes sobre la Cofradía de Azabacheros de Santiago.

Como síntesis de lo ya estudiado, cabe mencionar que las peregrinaciones implicaron un desarrollo extraordinario de la minería y talla del azabache, a través de los recuerdos que los peregrinos llevaban de vuelta a sus tierras pero también con la generación de auténticas piezas de joyería de uso litúrgico. En el primer apartado, el ejemplo más usual es el de la concha o venera, que a pesar de ser símbolo pagano antiguo se convierte en símbolo cristiano y testimonio de haber culminado el camino. De las conchas naturales se pasó a la elaboración de insignias metálicas por parte de artesanos, a los que termina regulando el arzobispado a partir del 1200 para poder ejercer un control y tener un beneficio.

En palabras de V. Monte, «En el nacimiento y desarrollo de la azabachería compostelana debieron confluir la consideración en que era tenido el azabache, material mágico, protector y de notable aprecio, y la evolución lógica de un negocio, la venta de recuerdos, en el que habría de ofertar productos nuevos y más caros. Los depósitos de azabache estaban relativamente cerca, en Asturias, y los obradores donde se trabajase el material para realizar encargos de pieza acabada, si fuera preciso, también: unos a pie de minas; otros, en la también próxima ciudad de León».

Dejando claro que no hay explotación de azabache alguna en Galicia y que, al menos inicialmente, no había tradición de su talla, entenderemos la relevancia que tiene este capítulo en cualquier estudio que toque la cuestión asturiana. Seguimos a Monte en sus reflexiones, indicando cómo el gremio de «concheiros» debió ampliar sus existencias con piezas de azabache que encargarían fuera o comenzaron a trabajar en talleres, hasta escindirse como secuela de aquel primitivo cabildo y convertirse en cofradía propia en el siglo XIII. En 1443 se redactan las primeras ordenanzas de la cofradía de azabacheros, que fueron revisadas sucesivamente hasta 1588. Existe mucha información sobre la actividad en dichas ordenanzas, que velan siempre por la calidad y, en consecuencia, persiguen el uso de azabache de mala calidad o las falsificaciones, fundamentalmente.

Cabe suponer que entonces se solicitaran artesanos asturianos que instruyeran en el oficio: hubo relaciones con el área de la marina de Villaviciosa tanto en el acopio de material, como en el envío de piezas talladas o, lógicamente, en el trasiego personal (que acreditan apellidos propios de esta zona en nóminas compostelanas del siglo XVI). La relación con los artesanos también fue fecunda e intensa con la zona de León. Los formatos fueron diversos: sencillas conchas de uso común hasta tallas de lujo, auténticas imágenes talladas que tendrían un lugar distinguido en la casa del peregrino (o en su capilla) tras su regreso. De esta producción asturiana, masiva y tipológicamente variada, apenas hay vestigios pero los trabajos arqueológicos de Rogelio Estrada García, en intervenciones sobre la antigua Puebla de Maliayo, hacen pensar que hubo una suerte de «rúa azabachera» que identifica con la calle del Espadañal, con materiales diversos.

A partir del siglo XVI, que es de esplendor, se produce un declive de las peregrinaciones, fruto de diversas circunstancias, que repercutió de lleno en la azabachería: los formatos más habituales, tales como las ciguas, o bien gargantillas y rosarios, empezaron a formar parte de la joyería popular de Castilla, León y por supuesto, Galicia y Asturias. Las piezas que identificamos como joyería exquisita, se orientaron al consumo religioso de gran valor artístico.

En las centurias siguientes, se redujo el número de talleres compostelanos que crearon, no obstante, piezas extraordinarias de las que atesoran algunos, contados, Museos. El siglo XIX supuso la extinción del oficio en Santiago que recuperaría Enrique Mayer a finales de esa centuria: un grabador y artista de origen germánico, formado con el asturiano Cristóbal Ordieres (al que nos volveremos a referir), quien creó escuela y al que se le debe el relanzamiento de esa actividad y comercio.

3.2 La exportación a América. Ya ha expresado María Ángela Franco Mata, doctora en historia del arte y directora que fue del Departamento de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional, experta en escultura gótica y en también en azabaches, que el principal mérito, que no el único, del trabajo de Valentín Monte Carreño (2004) fue su aportación en lo tocante al azabache en América. Le seguimos por ser la referencia incontestable y extraemos las siguientes consideraciones.

Ya hemos visto como la decadencia de la peregrinación en los términos vividos durante el Medievo se acusa ya a fines del XVI, primero en una merma de presencia extranjera por problemas de orden político y religioso europeos, luego una mengua de los propios españoles, sobre todo en el XVII, afectados por la normativa y por cierto desmerecimiento de esa actividad. Así, la que fuera pujante industria azabachera compostelana decae y también la centralidad del comercio en Santiago, sin embargo el comercio comenzará a abrirse a nuevas vías, sobre manera a las posibilidades que brinda el continente americano. Los azabaches elaborados se enviaban, en un principio, para satisfacer la demanda de nuestros españoles migrantes y luego los nativos irán asumiendo las costumbres del conquistador o colonizador en más de uno de estos territorios. Aparecen menciones sobre este flujo exportador de Asturias hacia América desde el siglo XVIII, embarcándose comúnmente las partidas desde Sevilla o Cádiz, surtiendo nuestra tierra los formatos más populares, tales como cuentas para rosario o collar, que se engastarían en destino, pendientes y ciguas; Santiago y León procuraban otros materiales, aunque no es una clasificación exacta. Están orientados a un uso cotidiano, generalizado, siendo las joyas más singulares o piezas únicas objetos probablemente llevados por los propios emigrantes en su viaje o consecuencia de encargos concretos.

Aunque en determinados estados nacientes esas remesas se suspenden, en otras áreas pervivió la costumbre de este consumo y se ha documentado hasta la década de 1970 en el caso concreto de Florida (EE.UU). Durante la primera mitad del s. XX, las exportaciones se dirigían sobremanera a Cuba, que fue el centro principal de recepción de azabaches españoles, aunque también a México y Brasil; cuando Fidel Castro llega al poder, esos envíos se derivan a Florida (Tampa, fundamentalmente, donde se remitían mensualmente 20.000 bolas facetadas y unas 3.500 ciguas, porque se documenta un gusto arraigado por ese amuleto en la colonia cubana allí establecida) pero también hacia comerciantes mayoristas de Nueva York y Los Ángeles, así como Veracruz en México. Fue José María Núñez Pérez, azabachero de tradición familiar y exportador desde la marina maliaya, ese último agente de esta larga tradición.

Como hipótesis, planteamos que quizás el interés por este producto en Cuba también pueda relacionarse con la existencia y aprecio del propio coral negro, de aspecto similar al azabache, con un tono oscuro y acabado brillante. Es éste un producto conocido ya en la antigüedad (en ese tiempo, por las existencias en el Mar Rojo), al que se le atribuyen propiedades mágicas y medicinales (como amuleto para el mal de ojo, por ejemplo, o por su carácter afrodisíaco): es una especie animal que crece en colonias, destacando la playa de María La Gorda, en la península de Guahanacabibes, en el extremo occidental de la provincia de Pinar del Río. Se trabaja y comercializa de manera regulada desde hace unas décadas, pero su reputación viene de antiguo.

La decadencia y desaparición de este envío desde Asturias se debe no a la falta de demanda, sino a la escasez de buena materia prima y la disminución del número de artesanos: de hecho, se ha venido supliendo con otros mal llamados azabaches de otra procedencia (como la venezolana, por ejemplo). Se documentan en todo el continente americano, en distintos contextos arqueológicos y colecciones de museos (como la Hispanic Society), con elementos de gran interés al caso asturiano en San Agustín de La Florida y Santa Elena en Carolina del Sur, ambas vinculadas a Pedro Menéndez de Avilés, la misión de San Luis en Florida o el pecio del galeón Conde de Tolosa, hundido en 1724, conservado en el Museo Naval de las Reales Atarazanas en República Dominicana.

3.3 El comercio con Inglaterra. El azabache de Asturias fue muy apreciado en las islas británicas ya desde antiguo, constatándose relaciones de diversa índole entre ambos territorios y, desde luego, este comercio, en época ya contemporánea, constituye quizás el fenómeno más determinante para la actividad extractiva de esta gema en los yacimientos asturianos, con efectos que han llegado a nuestros días.

Debe referirse, como antecedente relevante al caso, la mención que el culto viajero Joseph Townsend, clérigo, realiza en 1786 sobre la presencia de este producto en la región. La relevancia se desprende de su nacionalidad, británica, así como del hecho de que fuera un hombre ilustrado, con unos sólidos conocimientos en geología que le hicieron proclive a la observación de cuestiones relevantes de petrografía, paleontología, mineralogía (a la que adscribiríamos su abordaje del azabache) y otros. En su trabajo menciona específicamente los yacimientos de ámbar y de azabache, teorizando (algo confusamente) sobre su origen.

Nos interesa mencionar, de manera más detallada, las inversiones hechas en nuestro sector minero por emprendedores de esa procedencia a lo largo de un siglo, así como su rol en la exportación de materia prima que han sido estudiadas desde la esfera empresarial y económica: es decir, desde la perspectiva de la relevancia histórica y por sus ecos en el presente del sector, porque la actividad minera a mayor escala en Oles se vincula a este período y porque la amplificación del aprecio por el azabache en nuevos grupos sociales y nuevas áreas geográficas tiene que ver con este período y destino.

Hubo capital inglés en el laboreo, pero también intervención de estos hombres de negocios como agentes de exportación: se trataba de integrar ambas actividades, aminorar gastos y aprovechar sus contactos para obtener el mejor resultado posible. En este caso, se aprecia exclusivamente la materia prima en bruto y se menosprecia el trabajo de talla local. La atención de este público se vuelca en un azabache de calidad objetiva y menor coste que el extraído en Inglaterra, con el objetivo de reducir el precio del producto final: aquí no hay aspectos identitarios, ni estima por las formas tradicionales que aquí se tallaban, ni tampoco aprecio por la cualificación de los artesanos.

Como balance general, diremos que la exportación con destino Reino Unido se mantuvo con altibajos entre 1870 y 1922; sirva como ejemplo la documentación de un volumen –nada desdeñable– de 829.335 kilos de azabache remitidos a Inglaterra entre 1870 y 1890.

Esta horquilla de dos décadas tan sumamente fecundas desde el punto de vista comercial tiene una explicación. Se ha venido señalando cómo en el funeral del príncipe consorte Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha en diciembre de 1861, la afligida reina Victoria del Reino Unido lució joyería a base de azabache labrado como símbolo de luto, a la que siguió recurriendo durante las cuatro décadas que le sobrevivió. Aunque pueda parecer anecdótico, en una época en la que la manifestación del duelo cobró enorme protagonismo social, este hecho resultó trascedente a nivel internacional y es un detonante de la denominada «joyería de luto» a la que ya hicimos mención: supuso una activación minera e industrial que excedía las capacidades propias del país en este sentido. Nos referimos al foco de Whitby, ciudad del distrito de Scarborough en el condado de Yorkshire, Inglaterra, donde había una tradición minera y una industria del labrado del azabache de larga tradición, que progresaron ágilmente desde comienzos del siglo XIX y se vieron desbordadas llegada esa coyuntura de luto regio, tan imitado.

Se busca entonces material de similar calidad fuera de sus fronteras, optando por el asturiano que ya era conocido, apreciado y –obre todo– resultaba más blando (más fácil de trabajar) y económico (aun agregando los costes del transporte) que el suyo. La consecuencia casi inmediata es la intensificación de la explotación en Asturias que se orienta masivamente a la expedición hacia Gran Bretaña, con la intervención de nuevos empresarios, siendo sobresaliente entre 1870 y 1890. En esta última fecha se da un descenso de la demanda propiciado por modificaciones en el gusto y el consumo de este producto en Inglaterra, aminorándose y prácticamente desapareciendo este flujo exportador; se recuperará, aunque con altibajos e inferior calado, a partir de 1906, siendo de nuevo importante entre 1911 y 1922, para decaer y finalmente desaparecer en 1930.

En este contexto, cobra un papel fundamental el vicecónsul inglés William Penlington Mac Allister, escogido por el Foreign Office (como algunos que le precedieron o sucedieron) por estar ya afincado en esta zona: residía en Gijón. Interesado en potenciar el comercio de nuestra región con su país, sobremanera cuando al implicarse podía obtener un beneficio propio (todo hay que decirlo), se dedicó a la adquisición de derechos mineros y a la explotación de esos yacimientos a partir de esa década, convirtiéndose, en este período floreciente, en una figura crucial del negocio. En 1880 explotan para él la mina «Cimera» y «Segunda Claridad» varios vecinos de Oles; en 1883 adquiere las conocidas como «Consolación» y «Esperanza» en Tuero (que habían sido propiedad del reputado azabachero Bartolomé Noval Montes, al que ya hemos hecho mención), así como «Prevenida» en la Ería de Mijares. Finalmente, en 1888 se hace también con las denominadas «Visitación» y «Carbarroja», en términos de Villaviciosa.

Por otro lado, previó el establecimiento de una fábrica de objetos de adorno «y no contando en el país con obreros inteligentes en esta clase de trabajos, los ha pedido a Inglaterra que es donde hasta ahora se llevaba para su labra la mayor parte»: no hay constancia alguna de que se llevara a efecto. En cambio, sí nos parece muy relevante por el manifiesto desprecio a la manufactura local, a los artesanos asturianos y a sus productos.

Del mismo modo, se documenta la presencia de Jaime Pontifex Woods, avecindado en Santander pero de origen inglés, como empresario minero en el oriente asturiano. Registró una mina de azabache denominada «Gran Suerte» en la parroquia de Noriega (Ribadedeva) en 1884: el negocio debía parecer relativamente fácil y lucrativo para quien se moviera con facilidad entre ambos países.

4. El papel del azabache como elemento conformador de objetos de carácter profiláctico. Desde la Antigüedad, se consideró al azabache como un elemento con propiedades mágicas y medicinales: En la cultura clásica se advierte interés por sus virtudes y de la época grecolatina surgen, diríamos codificadas, estas ideas curativas y protectoras. Esta es una de las cuestiones que más detalla la bibliografía al uso, extendiéndose en quién y cuándo afirmó que tuviese una u otra cualidad. Sintetiza V. Monte Carreño lo siguiente: «La relativa escasez de este fósil, su facilidad para ser trabajado y su intenso color negro le otorgaron ya desde hace miles de años el carácter de piedra mágica. Esta consideración ha perdurado a lo largo del tiempo y hasta hoy nos ha llegado. El azabache es una sustancia cargada de virtudes, ya esté sin elaborar o elaborado. Es la propia sustancia beneficiosa por sí; y este beneficio que posee se aumenta según la forma que se le dé». En la lista de personalidades que se refirieron a sus cualidades, se suele iniciar la nómina con Aristóteles que lo asoció a la mejora de la facultad de la vista e indicado para la migraña; Dioscórides, Plinio en su Historia Naturalis y San Isidoro en sus Etimologías siguieron esas premisas.

Según se expone, sin elaboración alguna, se ha considerado que el material ya posee esas virtudes diversas y esas propiedades medicinales. Ahora bien, estas se intensificaban mediante el trabajo que convertía el azabache bruto en piezas muebles con la consideración de amuletos y, ya en un contexto cristiano, objetos de carácter sacro. Siguiendo el riguroso y exhaustivo Tesauro de Materias del Patrimonio Cultural de España, «con este material se confeccionaban principalmente objetos de peregrinación y objetos de culto (cruces, portapaces, candelabros, medallones, conchas de peregrino y rosarios), así como adornos personales (collares, anillos, pendientes y pulseras) y amuletos protectores (la higa de azabache es un amuleto de larga tradición en España)». Del mismo modo, señala cómo «aunque el azabache es de origen orgánico, convencionalmente, se suele incluir entre las piedras preciosas, por su indudable carácter pétreo y por su amplio uso en la joyería», asimilando su trabajo de talla al de la glíptica.

Se ha documentado su presencia en forma de piezas labradas con este carácter profiláctico desde época remota: este carácter que podríamos tildar de supersticioso (de suyo contrario a la razón, pero también a la fe cristiana) revela un extraordinario vigor, una durabilidad en el pensamiento simbólico que desde un contexto prerromano alcanza hasta el presente a pesar del poder de la cultura cristiana dominante durante siglos, siendo asimismo apreciado en la cultura musulmana. Esto demostraría cómo esta creencia se ha adaptado a distintas formas religiosas manteniendo esa consideración de material de efecto apotropaico, que puede aunarse con determinados formatos de similar carácter.

El azabache aparece ya en yacimientos arqueológicos diversos, pudiendo citar como referencias más que pertinentes al caso, por ubicarse en Asturias, los hallazgos de Las Caldas de época prehistórica o los del yacimiento de Veranes, para la baja romanidad. El reciente trabajo de Andrea Menéndez sobre el particular permite tener una visión objetiva y científica sobre esta realidad. En el medievo y hasta época moderna, mantiene esa valoración y se vincula al Camino de Santiago con una producción artesanal de carácter protector grata al peregrino acechado por riesgos en ese largo viaje, algo que mantiene su vigencia en todo el medievo y también en época moderna; podemos destacar las aportaciones, en este sentido, de Rogelio Estrada y de Ángela Franco Mata, así como los trabajos de Bieito Pérez Outeriño.

En época contemporánea adquiere otras connotaciones adicionales, tanto en la producción artesana como en la de piezas de joyería y así lo veremos en otro apartado pero sin abandonar esa caracterización profiláctica debida, por un lado, a la propia naturaleza del material y, por otro, al recurso a formas concretas tenidas por protectoras (caso de los amuletos o talismanes), cuya vigencia permanece –aunque atenuada– hasta nuestros días.

En relación con la conformación del carácter profiláctico, la primera consideración es que el material ya tiene esa connotación. Hay materiales de origen orgánico que por su dureza media y belleza forman parte del mundo de las piedras preciosas en los lapidarios, además de trabajarse y tallarse de manera similar: forman parte de esta nómina el coral, el ámbar, el nácar y el azabache, y todos ellos se consideran «piedras de virtud». Entendemos que son aquellas piedras que han tenido desde la Antigüedad un carácter virtuoso y poderoso, así dentro de nuestra cultura occidental se hace mención a este poder en la Biblia y el mundo cristiano hereda de la cultura grecolatina esa consideración mágico-religiosa de determinadas piedras, conforme a un valor espiritual. Del mismo modo, la presencia árabe en la península ibérica y las creencias musulmanas refuerzan este carácter protector o contribuyen al vigor que adquiere en estos territorios. Sintéticamente, el lapis gagates del mundo latino, se ha venido considerando que poseía múltiples propiedades medicinales y mágicas: en relación con la mujer, por hacer una breve síntesis, hace bajar la menstruación, a las preñadas las hace abortar y da a conocer la virginidad.

En cuanto al amuleto, de origen latino y uso culto en español, es un término referido a un objeto, generalmente portátil, que por creencia supersticiosa tiene la capacidad de defender al que lo soporta o lleva de males varios; nos referimos a la creencia supersticiosa dentro del mundo cristiano, teniéndose por tal, cosas contrarias a la fe cristiana. En palabras de María Moliner, superstición es la creencia en alguna influencia no explicable por la razón de las cosas del mundo…, algo que no fundamenta la ciencia, ni es acorde a la religión, con una componente mágica de difícil definición. Además de defender, tiene la capacidad de proteger o preservar de enfermedades, sortilegios o desgracias; ahí radica su diferencia del talismán. En relación con estas creencias, se le ha atribuido especial virtud contra el maleficio del aojo en España desde la Edad Media (aunque su uso como amuleto sea anterior). El mal de ojo (l’agüeyu) se documenta desde antiguo y sigue teniendo relevancia cultural: es una forma de embrujar y encantar vigente en el Viejo Mundo, que puede ser realizado por personas de toda índole, siendo sus agentes poderosos; puede causar mal a una persona o animal o incluso bienes. Afecta a los niños en los primeros meses, en sus primeros años, pero también a las mujeres gestantes y al sexo femenino durante la menstruación y la menopausia, así como a los hombres enfermos. En el caso de los niños, se colocaban sobre una fajita a la cintura, a la que se cosían o prendían las piezas de azabache; podían ir en cadena de plata cuando eran vistosos y el material de engarce noble, pero también más sencillos y sin adorno, cosidos al interior de la ropa. Las mujeres, portadoras de vida, usaban amuletos para «corregir problemas planteados por su sexo» (C. Alarcón, op. cit. p. 17): los suelen llevar de una forma visible y atractiva, colgados en collares, brazaleras o cosidos a la ropa.

Estos objetos fueron usados por la Familia Real española desde el siglo XVI, porque su catolicismo no impedía en absoluto que se aventurasen en ese mundo de supersticiones: Los médicos recomendaban el uso de estos materiales y aparecen incluso en obras religiosas, porque la ciencia de aquel tiempo no estaba reñida con estas creencias.

Volviendo al amuleto, que salvaguarda bienes y vidas, de los que hay diversos materiales, formas y colores dependiendo de sus funciones y usos, se repite en la tipología el puño cerrado o higa, la luna y el corazón, por poner ejemplos todos muy antiguos y tradicionalmente cargados de poder. Los colores que se repiten en esas piedras virtuosas son los primordiales: el rojo, del coral, que simboliza la sangre; el negro, del azabache, que se relaciona con las heces y la orina; y el blanco, del ágata, que es el de la leche según la taxonomía de V. Turner (1980).

Para aumentar su valor o fuerza, pueden agruparse los amuletos, tanto a nivel material como formal: una higa de azabache concentra o combina en una pieza símbolos que, por separado, podrían servir de protección y que probablemente tengan una relación simbólica de la que nos falta información. Si reunimos azabache, higa, creciente lunar y sol aparece un crisol de ideas y valores como virginidad, maternidad, procreación y otras cuestiones, tan relevantes como simbólicas.

En primer lugar, diríamos que la «higa» es un gesto: el dedo pulgar o medio entre los demás de la palma, que sirve para rechazar el mal de ojo. Una indicación manual que según se disponga también se puede considerar ofensiva, obscena incluso, y que sigue utilizándose hoy en día aunque se documente ya en la antigüedad remota. Hay referencias en el mundo egipcio, permanece en el mundo oriental pero también es común en occidente: el alcance de este símbolo es de una enorme extensión territorial y una extraordinaria pregnancia, que atraviesa culturas y épocas. En la Península Ibérica, además del sustrato latino se da la circunstancia de que también goce de aceptación entre los musulmanes hispanos esta adoración por el azabache, así como la asunción de este tipo de formas (como la jamsa, la representación de la mano abierta) que perduran durante siglos.

La higa, figa, puñeta (en Asturias ocasionalmente puñerín) o cigua (término más común en nuestra tierra para esta «manina»), es una pieza con forma de mano cerrada con el pulgar pasando entre los dedos índice y corazón, que tiene un carácter profiláctico y se identifica como amuleto de protección (apotropaico) para alejar el mal de ojo y otros maleficios. Se usaba en mujeres y niños, por servir contra los celos, la envida y el mal de ojo.

Sirvan como ejemplos que documentan esta vigencia hasta época reciente, en el medio rural, de la creencia en el poder de la «cigua» de azabache dos testimonios recogidos, en junio y julio de 1997 respectivamente, ambos en el concejo de Aller, por parte de Jesús Suárez López e integrados en el Archivo de la Tradición Oral de Asturias. Uno de ellos atestigua la creencia de esta pieza como protectora contra el mal de ojo y el otro es relativo al poder de una bruja que rompió, a distancia, dicha pieza propiedad de la abuela de los informantes.

Por cerrar este apartado, diremos que la cigua de azabache es un amuleto genuinamente hispánico y se viene considerando como el ejemplo más antiguo una localizada en Granada que se dataría con anterioridad a mediados del siglo XIII, por su hallazgo junto a un tesorillo de dirhemes almohades. El principal estudioso de estas piezas, Guillermo de Osma y Scull, en su clásico Catálogo de azabaches compostelanos…, apunta cómo el gusto por la antigüedad que propicia el Renacimiento explica esa recuperación de amuletos antiguos a partir del siglo XVI por parte de las clases sociales poderosas y cultas, siendo finalmente incorporados, por asimilación, por las populares que finalmente conservaron esta costumbre hasta prácticamente el presente. Es de enorme interés esa reflexión, porque este fenómeno de conexión con formas o incorporación de símbolos antiguos por parte de las élites para prestigiarse, que luego es imitado por los grupos populares para asimilarse socialmente, recayendo finalmente en ellos su custodia…, se ha visto en otros contextos y momentos: es un mecanismo sociocultural recurrente.

En el contexto católico de época moderna, el amuleto va alterándose e incorpora comúnmente otras figuras religiosas, así como motivos asociados al Camino de Santiago por su vinculación a esa ruta y destino, generando variedad y riqueza. Sortea también las cada vez más comunes condenas de la Iglesia cuando la forma era realista y se criticaba su componente idólatra que, no obstante, tuvieron poco éxito porque el consumo de amuletos fue masivo hasta el siglo XVIII aproximadamente.

En cuanto a los amuletos con representaciones de media luna, aparecen ya en el medio oriental y en el tercer milenio antes de nuestra era, en formatos tales como colgantes: a la Península Ibérica llegan probablemente por influencia fenicia y se conservan ejemplos de época romana y también vinculados al mundo celta. Estas lunas crecientes se colocaban en niños para prevenirles del «alunado», entendido como trastorno gástrico, erupciones cutáneas y otras enfermedades.

Como consideración final, decir que sigue siendo habitual la producción de estos amuletos, sobremanera las ciguas, en Asturias orientadas tanto al consumo local como a su venta en Galicia, pero del mismo modo se tallan aún hoy en el continente americano, particularmente en Venezuela (a partir de un material denominado azabache pero que se corresponde con algas fosilizadas que producen un carbón de características diferentes por completo al asturiano) y siguen reminiscencias españolas de época colonial en la decoración de los cabos (antebrazos), exportándose a otros países incluido el nuestro.

5. La conversión del azabache en objetos de carácter artesanal. Las técnicas. El trabajo del azabache se ha mantenido hasta casi la generación actual en parámetros marcados por la tradición. Los procedimientos eran sencillos y la precariedad técnica se vio compensada por el buen oficio y la dedicación abnegada, repartiendo con frecuencia entre diversos miembros de la familia las distintas tareas (cuando no integrando todo el proceso en un mismo empeño personal), o procediendo de igual modo en modestos talleres vinculados al ámbito doméstico: Un cuarto pequeño, un tendejón adosado a la vivienda, un espacio reservado en el «solhorru»…

Desde el punto de vista de la talla, destacó hasta la generación anterior a la presente (en la que los artesanos del azabache ya se hallan diseminados por Asturias), la zona de La Marina en Villaviciosa, Les Mariñes en asturiano, coincidente con la del laboreo de esta gema, pero particularmente la parroquia de Argüero, ya desde el siglo XIX: nos interesa en la medida en que sirvió como bisagra para los actuales artífices.

En el Diccionario geográfico… de Pascual Madoz (1847) ya se recogía la dedicación artesana del azabache en esta parroquia y también de la exportación a Ultramar; en 1977 aún tres familias se ocupaban de estas tareas: los Colón, los San Feliz y la saga de los Ordieres. La figura de Cristóbal Ordieres, nacido hacia 1850, natural de Quintes pero casado en Argüero, fue muy relevante ya en tiempos del Madoz. Vendió sus productos en Francia, Portugal y Galicia; tuvo varios hijos a los que formó en el oficio, así como a su yerno, Avelino Solares, quien alcanzara gran fama (padre de Tino Solares) y al esposo de su nieta, Néstor Costales (vid infra). Estas dos figuras representan la bisagra con los actuales profesionales que llevan más de dos décadas en el sector y con los que se dieron, al igual que Tomás Noval como minero y suministrador de material, importantes contactos y fluida transmisión de conocimientos.

Esas técnicas ya no son las que se aplican a la producción actual: sea éste de piezas artesanales sencillas (caso de las ciguas) o de bien joyas singulares; se recuperan ante los ojos de clientes y visitantes en demostraciones llevadas a efecto en mercados artesanales o en determinados eventos, pero ya no se utilizan en los talleres cotidianamente.

Hoy día se parte de una pieza del mineral que nunca tiene un tamaño sobresaliente, en virtud de su propia formación geológica y del abandono de la minería hace unos 20 años, aproximadamente. Hay que aclarar que el azabache superior, en bloque compacto, sin vetas y limpio de cualquier impureza, inalterable y de difícil extracción, que permitía hacer piezas de más de 10 cm incluso…. ha desaparecido casi por completo. Tras el cierre de las minas se recurre básicamente a un azabache regular o intermedio, con alguna imperfección, que requiere ser saneado y suele tener un tamaño inferior. Es la calidad predominante y de la que los actuales productores se han venido surtiendo en las antiguas escombreras, puesto que hasta hace unos 80 años estos calibres y calidades se despreciaban.

El bloque admite un fin u otro dependiendo de sus dimensiones, cualidades y características: se diría que «pide» un formato específico que el artesano sabe interpretar.

Hasta hace unos 30 años, aproximadamente, se trabajaba en el banco de azabachero que era realmente el corazón del taller: es un rudimentario asiento, tradicionalmente de tres patas, en el que se ancla (perforando la tabla) un palo que sirve como soporte o anclaje de alguna herramienta o apoyo del mineral. Se agrega en diversas ocasiones una suerte de bandeja compartimentada, en la que los artesanos iban colocando los trozos ya desbastados, las cuentas que iban terminando o los elementos a medio trabajar.

Sentado y cabizbajo, el azabachero recurría a una navaja barbera rudimentaria, que se afilaba con esmero (se valoraba mucho cierta piedra caliza procedente del valle de Turón, en Mieres, para este fin) para preparar el material y dar forma a la pieza. En relación con las navajas, decir que las más apreciadas en este siglo XX eran de la marca «Filarmónica» de doble temple, que procedían de Barcelona, pero solo aquellas que se fabricaban para el afeitado (no las de cortar el pelo, por ser menos resistentes): era la marca más solicitada y más cara. Mención aparte merecía la navaja barbera Guillermo Tell, de Solingen, Alemania: costosas y difíciles de conseguir, podían encontrarse en ferreterías o cuchillería en Gijón. Estas navajas eran enmangadas y preparadas a gusto de cada artesano.

La segunda herramienta imprescindible es el taladro de ballesta o de arco: de manufactura doméstica (acostumbraba a ser fabricado por los propios artesanos), constaba de dos partes. Por un lado tenemos el arco en sí, que se manufacturaba con una vara de avellano y cuerda. Por otro lado está la propia broca que se solía ejecutar partiendo de una varilla de paraguas que se afilaba hasta obtener el resultado buscado: era lo más punzante y resistente que se podía encontrar; esta se enmangaba en un cilindro de madera al que se tallaba una ranura por la que se enrollaba la cuerda del arco; a diferencia de «la bailarina» que se usa en joyería, no tiene contrapeso. El artesano utilizaba un dedil metálico para no dañarse.

Otras herramientas usadas tradicionalmente eran las limas: planas, de media caña, de sección redonda, triangular o cuadrada… Se usaban de distinto granulado en función de la tarea a acometer: limas de basto, entrefinas, finas y extrafinas…, y en tamaños de caña de corte diversos. También eran enmangadas a gusto de cada cual, empleando madera, asta de ciervo u otros materiales.

Además, se utilizaban gubias, similares a las de ebanistería, aunque muchas veces los artesanos las elaboraban ellos mismos a partir de limas u otros materiales.

El pulido de la pieza ya tallada comenzaba haciéndose con piedras de grano, teniendo particular fama algunas areniscas con un grano muy especial que se conseguían en los cauces de los ríos L.lena y Riosa: éstas eran muy apreciadas para «bucir», término que se puede definir como matar los poros, el primer desbaste.

A continuación, se continúa preparando el material con cuero, impregnado de una suerte de carbón vegetal humedecido: ésta pasta se elaboraba a base de madera de pino verde, quemada y molida, que se pasaba por un tamiz de alambre fino («peñera») y cuyo polvo, muy fino, se va usando mezclado con un poco de agua para cumplir este propósito. A continuación, se recurre al fieltro, éste a su vez impregnado del conocido como «rojo inglés» (actualmente se usa el de la reputada marca francesa, Dialux): una pasta que se usa desde hace décadas.

En cuanto al procedimiento, que se aprendía en la convivencia del taller y de manera oral, de generación en generación, era el siguiente: en primer lugar, se escoge el trozo de azabache y se comienzo por el «pelado» que consiste en separar del material los restos que puedan quedar de la roca encajante, a navaja; los trabajos habituales eran la creación de piezas diríamos estandarizadas, fueran pequeños amuletos hechos con la misma herramienta, o bien la preparación de cuentas esféricas o similares (olivas, perinas, bellotas…, según figuran en la documentación histórica), o bien trabajos más elaborados como cuentas facetadas o gallonadas, de menor a mayor dificultad.

Como ya hemos apuntado, hay tres procesos una vez tallada la pieza: el esmerilado, que permite eliminar los poros; el lijado (que afina, se recurre a una de grano fino) y el pulido, que se lleva a cabo con cuero en primer lugar, fieltro y se remata con el ya mencionado «rojo inglés». Se obtiene así el deseado efecto «espejo» que caracteriza al azabache asturiano, sin craquelado ni fisura, que junto a su calidez, estabilidad y ligereza definen las cualidades con las que se viene identificando el producto de nuestra tierra.

Si nos referimos a la producción actual siguiendo parámetros de producción tradicional, se mantiene por ejemplo la producción de cuentas esféricas: tradicionalmente, se hacían a mano, partiendo de un cilindro de mineral al que luego se le daba forma con la navaja; en ocasiones se fijaba con el taladro de ballesta, para facilitar la tarea.

En la actualidad los artesanos buscan cómo producirlas de manera más ágil y con inferior costo: hemos visto un interesante ejemplo en la máquina ideada por el artesano Pedro Villanueva para hacer cuentas esféricas de azabache: se trata de un artilugio en el que se usan sendos discos acabados en diamante (hechos específicamente por un proveedor de marmolistas, Cureses) en el que se pueden preparar a la vez 18 piezas.

La segunda forma de honda tradición es la de cuenta facetada, por la que fue particularmente conocido Néstor Costales, discípulo de Cristóbal Ordieres. Con Néstor se formó Samuel González Díaz, de Oles, quizás el último artesano que haya aprendido la técnica histórica por la vía de la transmisión oral, con el que hemos comentado esta cuestión. El procedimiento es el siguiente: Se pela la bola; a partir de ella, se labra un hexágono o un octógono, que sea igual de ancho y de alto y, a partir de ahí, se van truncando sus ángulos. Si se comenzaba planteando un hexágono, se obtenían 24 o 32 facetas, que eran los formatos más habituales; si se partía del octógono, el resultado eran 36 o 48 facetas (conocida esta última como «talla inglesa»), menos comunes por resultar más complicado y precisar más tiempo. El diámetro máximo histórico de las piezas era de 22 e incluso 24 mm, pero hoy sería difícil contar con piezas de más de 10 o 12 mm. Una vez preparada, se taladra la cuenta (por un lado primero y por el otro después, no de extremo a extremo).

Existe asimismo la conocida como cuenta de talla asturiana: En este caso se parte de un cubo o paralelepípedo rectangular al que se le practican ocho cortes, uno por cada vértice (se cortan las aristas en planos oblicuos), resultando catorce caras por cuenta; es la más sencilla de todas las hasta ahora mencionadas.

La tercera presentación tradicional era la del gallón: la más difícil de obtener, la más cara para el comprador. Los husos se ejecutaban a base de lima, cuantos más hubiese más complicación en la elaboración y más tiempo comprometía: exige detalle y minuciosidad. Avelino Solares fue, probablemente, el último que lo hizo al modo tradicional. Hubo quienes producían esas piezas en gran volumen, para ser montadas en creaciones por otros artesanos; se recurre a una varilla afilada de paraguas para fijarla y se van haciendo las incisiones de manera regular, para evitar un desigual espesor de cada uno de los husos

En la actualidad, el accionamiento eléctrico de una maquinaria desarrollada para la joyería es el que permite llevar a cabo estas tareas, pese a lo cual, nunca dejan de tener una elevada componente manual, de mucho esmero y minuciosidad, en el que la componente humana es fundamental. La introducción de esos motores se hizo ya por una generación desaparecida que trabajó en la segunda mitad del siglo XX, mencionándose azabacheros como el ya citado Néstor Costales, con taller en Argüeru.

6. La joyería del azabache: símbolo de estatus y moda, posible marcador étnico. La existencia de una producción de joyería en azabache se constata desde muy antiguo y todo hace indicar que se puede asociar a estas alhajas históricas una caracterización como marcador de estatus social en virtud, primordialmente, de su condición de materia rara, cara (preciosa, por su coste) y de gran belleza. Tanto si nos remontamos a los hallazgos datados en la prehistoria, como si abordamos yacimientos tardorromanos y revisamos documentación posterior, los azabaches aparecen en distintos contextos geográficos con formas variadas, con funciones similares que nos hablan de un aprecio común: de unas culturas compartidas en las que está presente este producto.

Tanto en la antigüedad como en época contemporánea, se ha dado una producción seriada que no podríamos calificar de joyería y también ciertas piezas cuya singularidad, su carácter único, sí merecen ese nombre. En ese sentido, podemos apreciar nexos entre un brazalete de época romana, como el localizado en un ajuar de Mérida y conservado en el Museo Nacional de Arte Romano, de oro y azabache, con broche y enganche, todo un modelo de tradición helenística, y alguna de las joyas irrepetibles que salieron de las manos del recordado Eliseo Nicolás Alonso («Lise»): un artesano que unió la joyería del pasado y de prácticamente nuestros días. Lógicamente, hubo y hay una producción más voluminosa y común en la que no se da la innovación sino el mantenimiento de formas tradicionales, siendo en todo comparable una figa del siglo XVIII con una adquirida en el último mercado de artesanía que se halla celebrado en Asturias.

6.1 «Joyería de luto»: marcador de estatus social en el siglo XIX. Dentro de este panorama de las piezas que podemos calificar hoy de joyas por su singularidad de diseño, advertimos que la segunda mitad del siglo XIX fue particularmente rica en estas manifestaciones como consecuencia de la institucionalización del luto entre las clases acomodadas que se generalizó en Europa. De hecho, la presencia del azabache se ha documentado en ajuares funerarios desde épocas remotas, lo que resultaría indicativo de esta vinculación histórica entre azabache, muerte y su simbología. En este sentido, los aderezos de azabache cumplen por su color con el canon de la manifestación del luto y, por su carácter precioso, son del gusto de nobleza y alta burguesía. De inmediato y por asimilación, las clases más populares buscan emular esos hábitos mediante piezas de inferior calidad, muchas de ellas de producción industrial, con formas semejantes a las anteriores y para el mismo propósito luctuoso: Resultaría un tanto inexacto denominar joyería estas manifestaciones.

Entendiendo por luto el conjunto de manifestaciones exteriores basadas en normas sociales (ropa y accesorios, primordialmente) que expresan la aflicción por la pérdida de un ser querido y siguiendo la tradición de asociar esa muerte a la oscuridad (y al negro en consecuencia, algo que en España se institucionalizó ya en el siglo XVI con Felipe II, aunando las cualidades de austeridad y grandeza), entenderemos el contexto general en el que nos movemos. En este sentido, deseamos mencionar como precedente relevante una excepcional pieza de joyería religiosa, vinculada al luto, conservada en el Museo de la Iglesia de Oviedo: Se trata de una cruz procesional de azabache, con esmaltes, de principios del siglo XVI y que, por el modelo formal e iconográfico, corresponde al estilo gótico, montada sobre un pie posterior realizado en plata, ya de tipo renacentista.

Es un delicado trabajo de glíptica que en los sucesivos inventarios de la catedral se refería su dedicación «para las funciones de entierros y aniversarios». Indica la doctora en historia del arte, profesora Kawamura, cómo el color negro se viene asociando con el luto en la cultura cristiana pero también la rareza de una cruz de grandes dimensiones que sirva a procesiones funerarias, como ésta, de la que encuentra un par de ejemplos comparables: una de la catedral de Santiago, que fue restaurada por Fernando Mayer y cuyo diseño es similar a la ovetense; otra, en la de Orense, de tipo gajos. Recuerda esta experta en arte sacro cómo «el hecho de que esta magnífica cruz de azabache se conserve en la Catedral de Oviedo es el testigo de que Asturias es la tierra donde se extraía el azabache de mejor calidad dentro de España»; no obstante, no hay conocimiento del posible taller donde se habría manufacturado la pieza. Nos interesa entonces la ratificación del uso del azabache en un contexto fúnebre anterior al siglo XIX.

Ahora bien, a este respecto las tornas habrán de cambiar llegados a las postrimerías del XVIII y en la siguiente centuria. Según Philippe Ariès, la conceptualización de la «muerte ajena» surge en el Romanticismo y se volverá común en el siglo XIX: la transformación de la afectividad hace que se enfatice el vínculo de unión (familiar o amical), que se viva la muerte como un hecho atroz y que se produzca una rebelión contra la fatalidad que se advierte con una exaltación sentimental. Esto motiva que, asumiendo la mujer entonces el rol de «ángel del hogar», reducida al ámbito privado y contenedora de valores tales como la moral, se le asigne en consecuencia la preservación del recuerdo, deviniendo crucial su papel como «portadora del luto». Así que el luto será básicamente femenino y la mujer deberá escenificar inicialmente ese dolor de manera evidente para, luego, desaparecer de la vida social, logrando que esa manifestación suscite respeto ante su «desamparo». Hay etapas establecidas con las que son acordes ropas, accesorios y comportamientos: la vestimenta, como código de comunicación inequívoco, austera y negra, va de la mano de adornos entre los que logra relevancia el azabache entre los grupos nobles y burgueses. Como ya hemos visto, otros productos (industriales o más económicos) serán los elegidos por quienes buscan asimilarse a ellos. En una sociedad como la decimonónica, jerarquizada y cimentada sobre la imagen exterior, el luto forma parte del simbolismo del estatus social femenino. Del mismo modo, aunque ahora nos refiramos a la joyería (y bisutería) del luto, esta habrá de ir unida a una indumentaria del mismo color (más adelante grises, lilas y malvas) en las que pasamanería, bordados y otros aditamentos negros refuerzan esas mismas convenciones.

En este mismo sentido, como ya se ha mencionado antes (al abordar la exportación del mineral asturiano con destino Reino Unido en la segunda mitad del XIX), tuvo un papel crucial la longeva y británica reina Victoria. En 1861 falleció la reina madre y pocos meses después el príncipe Alberto, su querido esposo: la soberana adoptó un riguroso luto que se generalizó en la corte inglesa y toda Europa asumió sus pautas de dolor, enorme pero contenido; incluso en EEUU la guerra de Secesión también contribuyó a la expansión de estas manifestaciones. En nuestro país, la esposa de Alfonso XII, María Cristina de Habsburgo-Lorena incorpora esos hábitos europeos que maneja por su procedencia, generalizándose así su difusión en España. Resulta indicativo cómo en la ceremonia nupcial de Eulalia de Borbón y Antonio de Orleans, en marzo de 1886, la reina Isabel llevó corona de azabache y todas sus ropas, diademas y resto de alhajas eran negras en señal de luto por la muerte el año anterior del referido rey Alfonso.

El negro es el color indiscutible del luto y así la joyería negra permitía, en aquel momento, manifestar duelo y estatus a las clases acomodadas: desde la realeza hasta quien pudiera costear esos aditamentos. El azabache se valoraba en joyería por su tacto menos frío, su mayor ligereza, aunque también se advertía su fragilidad; resulta fácil de tallar pero su delicadeza impide la producción mecánica y su consistencia permitía solo ciertos trabajos «a torno», esculpiendo los detalles y abrillantándolos a mano por personal especializado, lo que hacía de él un material precioso, de costosa elaboración, cuyo precio elevado sólo podían satisfacer personas muy pudientes.

Con los diversos materiales que entonces se generalizaron, muchos de ellos de producción industrial, tanto por ser artificiales y fruto de recientes invenciones, como también por permitir elaboraciones en serie, se logró, sobre todo para este uso un tanto efímero (el del luto), obtener piezas similares y mucho más económicas. Su inferior brillo, que decae con el paso del tiempo; su mutación de color (como sucede con la ebonita, que se torna marrón si se expone mucho al sol) y su tendencia al deterioro, de resultas de su inferior estabilidad, les hacía nacer con «fecha de caducidad». Es esta una prueba evidente de que ya no se trata de joyería, hecha para perdurar, para ser heredada, para pasar de generación en generación.

Por cerrar esta reflexión, manifestaremos cómo en este tiempo hay una diversificación del concepto de joyería, generalizándose el debate sobre las diferencias entre joaillerie (concepto de alta joyería, gran valor comercial, materiales preciosos o semipreciosos) y bijouterie (joyería de bajo costo y de consumo) en este período. Es decir: la moda, y la joyería forma parte de ésta, junto a otros accesorios, ornamentos y vestidos, se limitaba a unas clases sociales hasta el revolucionario siglo XIX. Pero la burguesía en esa centuria imita el ser y la apariencia de las clases superiores: según consolida su poder económico, se irá apropiando de esos privilegios de la aristocracia como puede ser la moda, indicativo de la distinción social. Ahora hay más joyas para más gente: hay producción en masa de algo que antes era manufactura excepcional, como consecuencia material directa de ese mecanismo sociocultural. Ese proceso afecta a la joyería como parte de la moda, en el mundo occidental y en España como parte del mismo: y, por supuesto también, a las joyas de azabache. Hay muchas piezas, con similar forma, que buscan demostrar prestigio o luto en grupos de inferior poder adquisitivo pero en un análisis que podemos calificar de superficial, porque se basa en la mera apariencia (cuadros o fotografías, que también entonces se generalizan), resulta difícil, por no decir imposible, acreditar si la alhaja es indudablemente de azabache o de alguna de sus imitaciones industriales.

Del mismo modo, a nivel de consideración de base, tenemos claro que no puede colegirse del hecho de que sea una mujer española o un retrato hecho en nuestro país aquel en el que aparece un aderezo negro que se trate de azabache autóctono, como tampoco que siendo una asturiana la efigiada o una pieza de su joyero, que se realizara con azabache de Asturias. Nos parece muy sintomático cómo la especialista en joyería Herradón Figueroa, al abordar aspectos relativos a las exquisitas piezas en azabache que atesora el Museo del Traje de Madrid, indique que es de procedencia inglesa sin plantear siquiera la posibilidad de que el origen del mineral sea asturiano, ni por supuesto su elaboración.

Hecha esta consideración previa: ¿Cuáles son las formas habituales de esa joyería de luto decimonónica en azabache y de sus imitaciones en ebonita y otros productos industriales? En primer lugar, collares, de cuentas sencillas o con cadenas con diversos eslabones, que podían incorporar un colgante central practicable que servía como portarretratos o como estuche para el cabello (una suerte de relicario pagano), incluso soluciones con cabello del difunto trenzado como materia propia de la joya…, todo ello en relación con la custodia de la «memoria activa». Del mismo modo, hubo muchos broches, pulseras y pendientes, en los que fue habitual la incorporación de facetas o gallones, pero también los relieves de carácter naturalista.

A menudo, este repertorio se inspiraba en la naturaleza, ya fueran flores, frutos u otros elementos vegetales, uniéndose a otros motivos tales como corazones o manos femeninas sosteniendo diversos objetos. Uno de los modelos más repetidos sería un broche en el que una mano femenina sostiene una flor, una rosa cortada por ejemplo, pero también pensamientos, siemprevivas o margaritas…, con esa connotación de vida sesgada de un adulto (cuando aparece con los pétalos abiertos) o de un niño (capullo).

Asimismo, tienen un peso específico símbolos tradicionales del cristianismo tales como el ancla, la cruz (para uso como colgante o alfiler) y otros; ahora bien, la cruz se utilizaba cotidianamente y en contextos diferentes al del luto. Es una pieza habitual en la indumentaria incluso popular.

6.2 Otra joyería negra. Desde el medievo conocemos piezas de joyería en azabache de notable factura, que exceden los parámetros de la artesanía y la producción a gran escala. Buen ejemplo son las cruces, tanto de altar como procesionales, que se documentan ya en el siglo XIV. Recoge Bieito Pérez cómo «en muchos casos se trataba de esqueomorfos que reproducen los tipos propios de las cruces de metal y sus decoraciones. La utilización de cruces de azabache era propia de los actos de Semana Santa, de los ceremoniales de excomunión y de las celebraciones en tiempos de entredicho. La utilización de cruces de azabache por la Inquisición está documentada, si bien los objetos escasean debido a la falta de uso a lo largo de las últimas centurias y la fragilidad inherente a este tipo de objetos».

Esta tradición no desaparece tanto en los ajuares litúrgicos como en la joyería de uso o para adorno personal: a finales del XVIII y por supuesto, en el siglo XIX y comienzos del XX, aparecen otros ejemplos de aderezos de azabache en nuestro país y por supuesto, en Asturias, que pueden adoptar ocasionalmente un carácter religioso por su tipología, pero también carecer de él y que no se asocian necesariamente a la condición de luto.

Aparentemente, ese color y ese material se identifican como un marcador de estatus y la pintura de ese período nos brinda ejemplos en los que no hay duda posible sobre la posición social del que los porta.

Responderían a esa categoría los pendientes, propios de la condición femenina y realmente comunes, realizados en azabache (así como en ebonita, por ejemplo), así como los rosarios que pueden llevar cruz de plata o en el mismo mineral, o los crucifijos a los que ya hicimos mención. Resulta curioso cómo el rosario, objeto de oración y penitencia, se ha terminado incorporando a la indumentaria codificada como de mujer asturiana, aunque no estuvieran presentes originalmente en ella. Del mismo modo, han pasado a ser valiosos objetos transmitidos de generación en generación y documentadas piezas de museo, como veremos.

Los rosarios conservados en joyeros familiares fechados en el último cuarto del siglo XIX y reflejo de lo que es común e identitario en nuestra tierra, suelen ser sencillos: sus cuentas, idénticas a las de un collar, se presentaban comúnmente facetadas, en alternancia con otras de inferior tamaño achatadas, aunque también hay ejemplos de cuentas poliédricas o gallonadas. En cuanto al engarce, podría realizarse en oro (los menos), plata sobredorada, plata (estos metales pueden presentar trabajos de filigrana) o incluso simple algodón negro.

Si la reflexión pudiera conducir a cuestionarnos sobre la especificidad de estas sencillas piezas como objetos devocionales de nuestra tierra, no parece que pueda sostenerse a juzgar por otras comparables que se localizan tanto en regiones cercanas como Galicia u otras más alejadas.

Esos aderezos de azabache, esa joyería negra, no era habitual entre las féminas asturianas: en una cata realizada en protocolos notariales de mujeres solteras o viudas con capacidad jurídica para testar en nuestra tierra, no se mencionan esas piezas aunque sí detallen piezas de plata de uso doméstico o ropas dejadas por la difunta. Puede suceder que no se haya dado con ellas, o bien que fueran objeto de donaciones en vida (por ejemplo, un rosario de azabache con cruz de plata o unos zarcillos) o que no tuvieran, sencillamente, esa consideración de joyas u objetos valiosos.

De hecho, en ese interesante artículo de Fe Santoveña sobre los «aderezos de aldeana», que aborda la segunda mitad del XIX a través del fondo de un fotógrafo asentado en Llanes, esboza un panorama que resulta tan verosímil como sorprendente. Abordando la cuestión al hilo de la indumentaria propia de esta tierra, expresa cómo los textos de Juan de Dios de la Rada y Delgado (1860) y los grabados de José Cuevas para La Ilustración Gallega y Asturiana (1880-83) establecieron una imagen de collaradas o sartas de corales, de las que pendían medallas de vírgenes y santos, dengues de terciopelo, botones metálicos…, que no se ajustan realmente a lo que la fotografía de aquel tiempo acredita. No obstante, se codificó como la tradicional asturiana (traje del país) en una elaboración de las élites culturales de fines del XIX y se ha asumido como propia, convertiéndola, diríamos, en canónica (artículo cit., p. 313).

En cuanto a los collares, lo común es que sean una sencilla vuelta de azabache, como podrían serlo de coral, por las mismas razones esgrimidas de su carácter protector: una sarta sencilla, lejos de fórmulas más elaboradas que reflejarían otras circunstancias. Un ejemplo extraordinario lo encontramos en este collar de cuentas facetadas, con varias décadas de antigüedad que mostramos a la izquierda. Este tipo de pieza ya no es común: antaño había personas especializadas en preparar este tipo de cuentas, como el ya mencionado Néstor Costales, que vendía a otros artífices para que las encajaran en sus creaciones. La mayoría de los profesionales ya no lo ejecutan, salvo por encargo, y alcanzan un precio elevado que es por otro lado, lógico.

No resulta fácil sintetizar lo hasta aquí expuesto pero, a la vista de las piezas y material gráfico manejado, tanto locales como foráneos, lo que advertimos es que joyería, bisutería y artesanía han recurrido al azabache y a otros productos de apariencia similar (porque buscan justamente imitarlo) de manera recurrente, apareciendo en el mundo occidental y en la Península Ibérica en distintos contextos, probando así una cultura compartida. En lo tocante a la asociación de estos productos con la muerte, tal vínculo que venía de antiguo se intensifica en el siglo XIX.

En cuanto a la tipificación de lo que es identitario de Asturias, al producirse este fenómeno de codificación de la indumentaria y por ende, de los aderezos, también en ese contexto decimonónico se establece como característico aunque no lo sea en exclusiva (es decir, propio regional) ni con formatos únicos (formas en las que se presenta aquí): el gusto burgués imperante, con sus recursos formales incide en la codificación. No obstante, esas sencillas alhajas, como pendientes, alfileres o broches, o sencillos collares de cuentas fueron habituales en Asturias y su producción, siguiendo tales patrones, sí se ha mantenido hasta hoy, con un trabajo en el que el accionamiento de la maquinaria puede ser ya eléctrico pero la mano sabia y el ojo atento del profesional continúan siendo imprescindibles.

Por otro lado, antes no eran habituales las piezas singulares de joyería (preciosas, en el sentido de únicas) con trabajos muy elaborados (tales como marqueterías, encajes y en combinación con orfebrería) y ahora esa componente de diseño, innovación y estilo propio del profesional son apreciados, ocupando una parte relevante del mercado. Así, coexisten las piezas que denominamos tradicionales: siguen siendo elaboradas conforme a esos patrones y comercializadas, porque hay una demanda que es tanto propia de los asturianos como reclamo o «souvenir» para los foráneos, junto a piezas singulares en las que se revela en buen oficio y el gusto propio de cada uno de ellos.

7. La vinculación con la indumentaria tradicional asturiana. La indumentaria tradicional asturiana ha sido objeto de interés académico recientemente, con nuevos estudios que la abordan, por un lado documentalmente, recurriendo a valioso material gráfico analizado con rigor y, por otro, optando por un enfoque antropológico. Seguimos aquí las aportaciones de Santoveña que parecen las más pertinentes al caso; expone esta investigadora lo que sigue:

«Como indumentaria, el traje asturiano o traje del país se inicia con la arena política del regionalismo asturiano surgida del pensamiento romántico de mediados del siglo XIX, iniciando un ciclo de moda larga constituido por el habitus o costumbre de ataviarse con un atuendo identificativo del territorio y de la identidad asturiana, que tiene como referente conceptual la institucionalización de unas modas campesinas populares como elemento visual y simbólico de la condición de Asturias como identidad cultural singular y diferenciada. La representación de esta conceptualización se ha visto sometida a los cambios impuestos por las sucesivas arenas que han marcado la política tanto española como asturiana desde entonces, creando sucesivos ciclos de moda corta dentro del uso y la tradición de vestirse de asturianos. De cada uno de estos pasos y de las diferentes expresiones estéticas en el aspecto formal y en la visualización del cuerpo con él vestido, ha dejado constancia la fotografía, documento inapreciable para comprender la asimilación por parte de la sociedad asturiana de un traje identitario y del continuo proceso de cambio y continuidad del mismo, separado y aceptado como diferente a los demás atuendos vestidos en Asturias desde finales del siglo XIX y principios del XX.»

Viene a ser la idea que también se expresa en el decreto que declara, como bien de interés cultural inmaterial, los trajes de aldeana y de porruano llaniscos, en la que figura, en lo tocante a la tipología de la manifestación (indumentaria tradicional), lo siguiente:

«El traje de aldeana forma parte de la categoría de “trajes regionales”, una reelaboración de los trajes populares que trasciende lo local y que se lleva a cabo en el siglo XIX en toda Europa.

En dicha dinámica de construcción de una indumentaria como prototípica de las diversas regiones o comarcas, se da importancia al territorio aunque ocultado [sic] otros valores de significado como clase social, estatus matrimonial, edad o riqueza, que desaparecen a favor del espacio y la identidad étnica asociada. Esto va en paralelo con un cambio de valoración de lo rústico, que no se desprecia sino al contrario. Surge entonces la moda europea de vestirse al uso aldeano, que se constata desde finales del siglo XVIII y responde a un movimiento anti-ilustrado: Las élites quieren ir vestidas como las clases bajas campesinas. Se produce una revalorización e interés por lo popular pero identificado como lo rural (no como lo urbano proletario), con una visión idílica y estereotipada del campesinado. A ese campesinado que representa el pasado, la estabilidad, le atribuyen valores positivos frente a la novedad del progreso industrial. Estas élites buscan, con esa vuelta al pasado y las tradiciones campesinas, un lugar donde anclarse ante la incertidumbre que provocan los cambios. […]

Con el tiempo, las clases medias y populares se van adhiriendo a la moda del vestido antiguo a través de la participación, en lo que a Llanes se refiere, en los rituales festivos.»

En esa área, como en otras muchas, la presencia indiana también es determinante –como colectivo burgués– en la definición de ese traje que se convierte en el que tenemos por auténtico, tradicional e identitario.

Son cuestiones, diríamos trascendentales, que aborda la antropología y, en ese sentido, diferencia Santoveña «modas populares asturianas» (la forma cotidiana de vestir durante un período histórico concreto), el «traje asturiano» (la recreación identitaria de dichas modas populares» y por último, un término común en nuestro tiempo, el de «indumentaria tradicional asturiana», que se acuña en la década de 1980, tiene concomitancias con el primero de estos conceptos pero agrega ideas tales como tradición, herencia, expresión del vínculo entre la moda y la identidad asturiana. Es decir, incorpora reflexiones de nuestro tiempo. Importa aquí la conclusión que se establece: «indumentaria tradicional», «traje tradicional asturiano» o «traje del país» (expresión ésta común en el XIX) es «un concepto intelectual abstraído de una realidad cotidiana, la variada gama de prendas propias del vestir de las clases populares».

Cuando «la nueva economía industrial, el desarrollo de las clases proletarias y el auge de la burguesía dieron lugar a una nueva moda popular bien diferente de su predecesora», sucedió que «las clases altas se vistieron con las viejas modas populares», lo que supuso diferenciarse territorialmente con respecto a los de su misma condición. Ese proceso se dio en tres etapas desde la segunda mitad del XIX hasta la actualidad: una que alcanzó la guerra civil, otra que coincide con la posguerra y la dictadura, y una última que asimilaríamos a la llegada de la democracia y el Estatuto de Autonomía. En este sentido, interesa la presencia del azabache en ese traje asturiano como posible indicador de etnicidad, lo que también precisa de ser confrontado, por un lado con su utilización en otra vestimenta de ese tiempo y por otro, con su incorporación a otros trajes tradicionales, propios de otras áreas del país.

Yendo por partes, diremos primeramente que en la definición de la indumentaria tradicional asturiana aparecen los que se identifican como «bordados en azabache» en distintas prendas del atuendo femenino, que no están realizados en azabache sino en cristal negro, en el mejor de los casos, cuando no en pastas vítreas u otros materiales industriales de color negro lustroso, coincidiendo con el uso de pasamanería, flecos y otras piezas de mercería al uso. En el traje de llanisca, no hay bordado de azabache ni en el justillo o corpiño y, en sintonía, tampoco en el pañuelo. Sí aparece en la solitaria, dengue o rebociñu, que suele ser de terciopelo negro y llevar este tipo de bordados: curiosamente, en Llanes se le llama «coral». También se decora así el mandil, rematándose con flecos y «pingos», así como la saya, que lleva este tipo de adornos en la parte inferior, en alternancia con cintas de terciopelo negro, yendo a juego la chaquetilla, pues ésta se confecciona en el mismo género y con similares ornamentos. Estos bordados no son de azabache,nunca estuvieron al alcance de los grupos populares pero sí han pasado a ser identitarios, asociados a una tradición que, como ya hemos visto, se «codifica» en el siglo XIX: una apariencia que denota prestigio, el azabache como término que genera valoración.

Habiendo revisado distintas páginas web de creadoras actuales de trajes de aldeana, advirtiendo las características de lo que hoy se cose, se vende, se alquila y se identifica como tal, resulta evidente que lo que denominamos «azabache» referido a los bordados de los mismos no es tal. Yendo al detalle del tipo técnico, el tradicional o histórico se denomina «bordado al aire» y se ejecuta con cordón de soutache y cristal negro, comúnmente checo (aunque ahora puedan introducirse de procedencia italiana o china), del mismo modo, en los bordados de «agremán» (bordado realizado sobre una pieza de tul o guipur o ganchillo, con abalorios que siguen una tira geométrica) también es característico el color negro. Este color fue el hegemónico en los bordados de los trajes antiguos (aunque algunos pudieran tener dorado, por ejemplo, combinado) y sigue vigente en los actuales: la denominación de «azabache» puede dar idea de calidad o de relevancia de quien así se viste, pero realmente no lo es. Quizás sí pueda haberse utilizado, a modo de broche grande al final del dengue, una pieza de este mineral, como en ocasiones hubo un medallón u otra pieza labrada: una suerte de «tacha» (así se llamaría), pero se descarta por diversas cuestiones que los cientos de minúsculas piezas cosidas que lleva esta vestimenta pudieran ser de este mineral. Por coste, por dificultad para tallarlas en ese tamaño y perforarlas para su aplicación, por fragilidad de las mismas para su conservación y agregaríamos, porque siempre se valoró que el traje «pesara» y, como ya sabemos, el azabache es extremadamente ligero. Tampoco ha sido habitual que las botonaduras del traje de porruano fueran de este material, en absoluto, sino monedas o botones ricos, elaborados, pero siempre fuertes, resistentes…

En la formalización de las expresiones culturales tradicionales de toda España, no en todas a la par pero sí en su mayoría y durante la segunda mitad del XIX, se produce un mecanismo comparable por el cual la burguesía, que encarna el progreso, va alcanzando el poder y se justifica asimilando la tradición: estos procesos de búsqueda de la identidad regional, de sus raíces, están detrás de la definición de un «traje del país» que entonces se codifica. Es un sincretismo de los ropajes burgueses y de la indumentaria tradicional, no es el traje popular diríamos en estado puro; del mismo modo, por el mecanismo de asimilación social que ya hemos tenido ocasión de explicitar, las clases populares remedan esos modos y los van asumiendo como propios. Si bien el traje de fallera en el Levante peninsular se codifica en el siglo XVIII, muchos de los que hoy consideramos «trajes regionales» se definen a partir del 1850 y tienen en común la incorporación de recursos propios de la indumentaria burguesa de aquel tiempo, tales como las recargadas pasamanerías, las pedrerías y otros aditamentos.

Sin ser éste el objeto de estudio, pero sí un punto de comparación, traemos algunos ejemplos que vienen sin duda al caso, tanto de ropa femenina como masculina. Podemos empezar por una mantilla de casco segoviana fechada hacia 1904, que lleva alrededor una franja de terciopelo y adorno de galón serpenteante de pasamanería de «azabaches», entrecomillados por la catalogadora, y que usó una niña de quince años. También hemos encontrado un manteo troncocónico para mujer, fechado hacia 1880 y procedente de la comarca de Las Villas en Salamanca: Se «remata alrededor con una greca (tirana) de terciopelo adamascado, con relieve, de color negro que se une al manteo con un remate de agremán o pasamanería de azabache negro. En su extremo inferior, dicho manteo presenta una castañuela, o blonda de paño, calada y rematada en sus orillas con cinta de seda negra», según la catalogación de R. M. Lorenzo López. También hemos localizado jubones, chaquetas, chalecos, manguitos, calzones y otros ejemplos de indumentaria aragonesa, tanto masculinos como femeninos, en los que hay botonaduras de azabaches y la típica pasamanería que pudiera calificarse así. Por ejemplo, una mantilla del tercio central del siglo XX, en la que se indica sobre su decoración: «guarnición de abalorios de azabache. Guarnición de pasamanería negra en los dos lados cortos. Abalorios de azabache dispuestos sobre la costura central y a ambos lados de ésta representando una figura geométrica de la que cuelgan doce flecos también de abalorio negro y tres finas líneas de abalorio sobre la pasamanería». También podemos citar un cuidado mandil, de terciopelo negro y encaje, que adopta perfil trapezoidal, sentido vertical y borde irregular, con decoración de abalorios que se recogen como azabaches, dispuestos en una franja horizontal y de forma perimetral, excepto en la zona de la cintura. Lleva también encaje negro y se identifica como típico de la indumentaria de El Escorial en Madrid. Por último, queremos mencionar un rodao de paño verde con tira de terciopelo negro entre dos bandas bordadas con azabache (que son abalorios negros) y rodadura de paño rojo, procedente de Burganes de Valverde en Zamora, propio de la indumentaria femenina tradicional pero ya decimonónica.

Por aparecer, aparece este tipo de decoración de supuestos azabaches en todo un icono castizo de nuestro país, como es el «traje de luces» o traje de torero: se codifica a partir de 1800, con la figura de Francisco Montes «Paquiro», quien introdujo el uso de borlas y machos en la taleguilla, así como de alamares y lentejuelas en la chaqueta. En esa profusa decoración que entonces queda tipificada, se menciona comúnmente la profusa decoración de azabaches que realmente, son o bien abalorios de pasta vítrea u otro tipo de piezas industriales con ese aspecto negro y brillante tan apetecido.

Como acabamos de ver, parece evidente que ese tipo de apliques, pasamanerías y bordados con «azabache» no se corresponden realmente con el mineral que nos ocupa sino que se trata de formatos industriales de color y brillo comparables, por imitar al delicado producto del Jurásico, y que se incorporaron a los trajes de los distintos rincones del país (Murcia, Segovia, Salamanca, Zamora o Madrid, por citar algunos ejemplos) en un proceso comparable al de su inclusión en el traje de asturiana y, en concreto, el de aldeana. Parece fruto de ese proceso ya descrito de permeabilidad con usos burgueses y de tipificación por estos del traje tradicional identitario de cada zona, que luego por asimilación repiten los grupos populares.

Del mismo modo, ayuda a comprender esta vinculación con la burguesía y sus usos en la indumentaria, constatar cómo aparecen este tipo de materiales nombrados como azabaches en ropas que no podemos calificar ni de tradicionales ni de regionales, en sintonía con otras indumentarias, diríamos civiles y femeninas, de otros rincones del país. Se documentan este tipo de ornamentos en trajes de mujer usados en Asturias por grupos acomodados y siguiendo el dictado de la moda, sobremanera en el primer cuarto del siglo XX, en una tendencia que se advertía también en otras zonas del país desde finales del XIX: encontramos esas aplicaciones, bordados y pasamanerías de color negro que se asocian al buen gusto y a la calidad.

También pueden servir, como ejemplos materiales cuidadosamente conservados que apoyan estas reflexiones, algunos trajes. Así, podemos comenzar con el magnífico vestido de novia de Marina Blanco Avella-Fuertes, que contrajo matrimonio en Barcellina (Valdés) el 12 de febrero de 1910. Este traje nupcial de silueta en «S» fue realizado en el madrileño taller de Matilde Torres para esta joven de buena familia que desposó a un «americano» acaudalado y, en su rica y primorosa ejecución, se recurre a la seda negra y al encaje mecánico, así como a la guarnición de azabaches, cuentas y canutillos de pasta vítrea en la zona del cuello alto, de tul emballenado. Lo que se identifica como azabache, probablemente no lo sea realmente: sí un material de similar apariencia pero de producción industrial previsto para este tipo de uso.

Otras piezas similares en cuanto a la calidad, por ejemplo vestidos de fiesta de la década de 1920, repiten esos materiales, colores y aplicaciones, siendo el nombrado como azabache y la pasta vítrea negra recurrentes.. En un momento en el que triunfan guantes largos, boas, bolsos de pequeño formato, tocados de plumas y otros aditamentos, los vestidos se cuajan de bordados, lentejuelas y pasamanerías, entre las que aparecen estas piezas negras que difícilmente serán azabaches y se aplican en esos elegantes conjuntos.

Igualmente, podríamos mencionar la colección «Embroidery», presentada en abril de 2021 en la cita «Madrid es Moda», de la firma Reliquiae, como ejemplo que aúna la técnica tradicional asturiana con la innovación en moda, constatando así cómo esa dinámica histórica que venimos mostrando continúa vigente en nuestros días. El gijonés Héctor Jareño, su director creativo, cree en el respeto soberbio de la tradición y las posibilidades de generar piezas nuevas con saberes tradicionales: así surgió su colección cápsula de bolsos, entre los que se encuentra el modelo «Archie», que lleva un «bordado creado con la técnica de golpes al aire e inspirado en el estudio funcional de la faltriquera (bolsa en la que las aldeanas guardaban sus enseres) y del análisis estético del mandil, dos piezas fundamentales del traje regional asturiano». Los bordados a los que hace mención fueron realizados por Gloria Galguera, hija de bordadora y profesional de reconocido prestigio del Oriente de Asturias, con un oficio exquisito que se adapta a un nuevo formato: reconocemos ese abalorio negro, que es elegante, brillante y hermoso, que pretende asemejarse al azabache pero desde luego, no lo es.

Nos encontramos, entonces, en lo tocante a la vestimenta en una situación comparable a la de la joyería: el azabache o los productos que buscan imitarlo aparecen en otros trajes «tradicionales» o «regionales» de la Península y, del mismo modo, aparece en otra indumentaria que sigue por completo los dictados de la moda y a la que recurren las clases acomodadas tanto en el siglo XIX, que tan influyente ha sido, como en épocas más recientes. De este modo, el azabache sigue percibiéndose como un material valioso e incorporándose a piezas singulares con las que nos vestimos y proyectamos una imagen, pero no parece exclusivo de esta área geográfica ni de los ropajes históricos asturianos.

8. Identificación de la manifestación cultural inmaterial. Caracterización de sus elementos. Percepción del colectivo protagonista. Interpretación, riesgos y diagnóstico de la situación actual. La existencia de un yacimiento de azabache de excepcional calidad en Asturias permitió, ya desde épocas remotas, su explotación minera y su aprovechamiento artesanal, surgiendo una cultura basada en las cualidades de este singular mineral. Entre sus supuestas virtudes, destaca su carácter profiláctico que posibilitó demandadas elaboraciones artesanales en piezas con las que se comercializó, sobremanera, fuera de la región, bien fuera a través de formatos convencionales como amuletos o bien singulares, en variadas elaboraciones de joyería.

Esta trayectoria histórica y artística se identifica con un área geográfica determinada, Les Mariñes de Villaviciosa y sus inmediaciones, donde pervivió la tradición minera hasta hace un par de décadas y en la que se concentra el mayor número de artesanos que aún siguen vinculados a esa materia prima.

El oficio de azabachero, hoy aminorado en el número de sus artífices, elabora y comercializa básicamente dos tipos de productos: piezas tradicionales de las que generan una gran producción (por ejemplo, ciguas que se venden mayoritariamente al mercado compostelano y asturiano) y singulares piezas de joyería que salen de talleres en los que se define un estilo propio, trabajándose el diseño y una elaboración distintiva e innovadora, en una línea que incorpora nuevos materiales. Ambas tienen vigor y mercado.

En ambos casos, su reputación y la percepción de su calidad se sustenta reiteradamente en el recurso al azabache del yacimiento asturiano del Jurásico superior ya descrito y hoy sin explotación. Del mismo modo, se entiende que estos azabacheros tienen un saber hacer que ya se ha alejado de los procedimientos tradicionales que se mantuvieron hasta mediado el siglo XX y que sus herramientas, modernizadas, son las propias de la joyería actual. Se mantiene una elevada componente manual que hace delicado y difícil el trabajo, así como dos líneas creativas: la que mantiene premisas arraigadas en el imaginario colectivo y las creencias, diríamos incluso ancestrales (la producción de ciguas sería el ejemplo más claro), y la que opta por la innovación introduciendo nuevas formas (buscando motivos originales o reutilizando otras iconografías tradicionales aún no tan explotadas) y su combinación con nuevos materiales.

A nuestro entender, el colectivo protagonista es exclusivamente el de los profesionales que trabajan el azabache, en ausencia de una explotación que pudiera darle voz a los mineros y justificar su inclusión en este estudio a dicho título. Tienen la consideración de artesanos porque la mayoría se inscribe en dicho Registro y poseen la condición del trabajo manual, independientemente de que su producción tenga un carácter más artesanal o se oriente al sector de la joyería. Es un grupo reducido que no alcanza la treintena de profesionales y que se articulan básicamente en dos asociaciones, aunque otros trabajan de manera independiente.

En lo que reflejan los contactos tenidos con los presidentes de ambas (Pedro Villanueva al frente de la Asociación «Acebache» y María Pérez como representante de la Asociación «Azabache Jurásico») existe un fuerte interés en la eventual protección patrimonial como parte del apoyo que demandan de la administración autonómica. El desamparo normativo se ha venido señalando como factor de riesgo para el sector y la regulación, en este sentido, es deseada aunque se desconozca realmente el carácter específico del patrimonio intangible e inmaterial. Se esperaba la acción institucional y, específicamente, la propia de la Consejería de Cultura, habiéndose implicado con anterioridad y en otros aspectos de interés la Consejería de Industria de la que también dependen.

La situación del sector azabachero en estos últimos tiempos es compleja: si bien es indiscutible que la artesanía está arraigada, ha decaído y manifestado problemas que podrían deberse a una falta de protección adaptada a sus peculiaridades (es cierto), pero también a problemas internos de los agentes implicados y puede que a deficiencias estructurales, como las inherentes a la ausencia de la actividad extractiva en las últimas décadas.

Para entender la situación actual, hay que remontarse al año 1999, en el que como respuesta a un contexto que ya parecía de crisis, se creó en Villaviciosa «Acebache», una asociación para el desarrollo de la tradición azabachera de Asturias: tomaba su nombre del que se daba a este precioso mineral en la zona de Les Mariñes. Este hecho supuso inicialmente «un revulsivo y nueva expansión para la industria, poniendo sobre la mesa las tradicionales reivindicaciones del sector. Se abrieron vías de enorme interés desde el punto de vista cultural, lamentablemente algunas sin continuidad, como fueron las I Jornadas Internacionales sobre el azabache, que se preveían bianuales. Finalmente, sólo se celebraron en el año 2004, con gran éxito y la participación de azabacheros y expertos de diferentes países».

En dicho colectivo se integraron no sólo artesanos con sus correspondientes talleres, que eran aún entonces bastantes más que hoy (rondarían el medio centenar), sino también expertos e investigadores, como Ángel Cardín o Rogelio Estrada por citar un par de ejemplos. Desde aquel momento hasta su fallecimiento, fue su presidente una figura de reconocido prestigio en el sector; podemos decir, a juzgar por los testimonios recabados, que fue un referente para todos en la toma de conciencia del valor patrimonial y de la necesidad de proteger esta cultura. Se trataba de Eliseo Nicolás Alonso, «Lise» (1955-2012), una figura relevante tanto en su empeño en la protección del sector, como en su tesón y capacidad para aunar intereses dispares, salvando las habituales tendencias individualistas. Su temprana muerte truncó una trayectoria como artista señalada como excepcional en diversos formatos.

Las diferencias de planteamiento y la pluralidad de visiones sobre el sector supusieron que en 2017 la situación variase, con la escisión de ese colectivo inicial para surgir una nueva formación bajo el nombre «Azabache Jurásico de Villaviciosa». Estas dos asociaciones son las relevantes y con cuyos presidentes hemos tenido contactos cordiales y muy productivos, aunque existen a su vez otros artesanos en nuestra comunidad autónoma que no están adheridos a ninguno de los colectivos, como ya indicamos.

Del mismo modo, la actitud de los propios azabacheros (que presenta similitudes con otros profesionales del mundo artesano asturiano) no parece idónea: la desunión o diversidad de criterios debilita una demanda que podría ser unánime o consensuada. Las posiciones parecen estar claras: mientras para algunos lo sustancial es la protección de orden comercial y la regulación de un sector en el que se controle el origen de la materia prima, para otros la necesidad más perentoria pasar por lograr una mayor proyección y respaldo en cuanto que producto cargado de historia y que debe considerarse identitario a nivel autonómico.

No cabe duda de que hay discrepancias entre ambas formaciones en cuanto a sus fines y quizás poca sintonía, pero salvo la debilidad que suele resultar de la división, advertimos en todos ellos amor, pasión por el oficio, la voluntad de colaboración en los fines de protección y la percepción de la necesidad de que se produzca un vuelco en la situación actual. Es decir: existe voluntad de implicación en el problema, de participar en el cambio y determinadas certezas sobre los pasos a dar en el futuro inmediato.

De hecho, en palabras de Andrea Menéndez (2019, p. 524): «La situación actual del azabache es resultado, continuidad y agravamiento de las circunstancias que la propia industria arrastra desde principios del siglo pasado». Concurren los problemas históricos de abastecimiento (diríamos, condicionantes graves de carácter estructural) y la subsiguiente introducción, incontrolada, de materiales de imitación (ahora bien: Este problema ya se advertía en el medievo y entonces a través del control gremial se pudo paliar), ya sean naturales o sintéticos y de procedencia foránea, o bien muy similares, pero fruto de la intervención industrial (el azabache reconstituido). No obstante, no todos perciben del mismo modo esta competencia, diríamos desleal, como la circunstancia más grave de las que se dan.

Así, el problema crucial que se plantea es el del abastecimiento: La cuestión de la reapertura de alguna mina histórica o de la puesta en beneficio de un nuevo yacimiento. Es este un tema que ha sido objeto de debate y de algunos proyectos desde las últimas décadas del siglo XX en las que hubo pasos por parte de la administración e intentos serios por parte de empresarios del sector en este mismo siglo XXI.

Se da adicionalmente otra circunstancia negativa: la ausencia de un marco formativo, una escuela, que permita la transmisión del oficio, una vez que ya el saber hacer dejó de transmitirse en el seno del hogar, de generación en generación. La documentación y los testimonios reflejan que este aprendizaje en el ámbito doméstico, del que participaban todos los miembros de la familia, ha pasado a la historia. Los integrantes de la actual generación de artesanos (de los que, por poner sendos ejemplos, los presidentes de ambas asociaciones llevan treinta años de profesión a sus espaldas) ya nacen fuera de esas sagas familiares y se forman, con no poco esfuerzo, de manera autodidacta, escuchando a los mayores, observando a los que les precedían, obteniendo de un lado y otro detalles y apuntes que les sirvieron de base en su profesión. Han actualizado las técnicas, dejando de lado las históricas (salvo para demostraciones en formatos de mercados o certámenes artesanos), incorporando herramientas de joyería…, pero no existe un mecanismo que posibilite el relevo, llegado el momento, de los que ahora están en activo.

Convienen en decirnos que es un trabajo con el que se puede vivir dignamente, un oficio de profundas raíces, para cuya producción hay demanda y que puede tener futuro…. Pero es imprescindible la transmisión del «saber hacer» a nuevos y jóvenes artesanos. Asevera Andrea Menéndez en la citada obra que no existen prácticamente azabacheros en activo que conozcan formas y procesos de talla con herramientas tradicionales, lo cual sin duda es cierto, habiéndose introducido sistemas mecánicos que no son los de gran arraigo: considera la arqueóloga que se produce también en este sentido una situación delicada que desvirtúa el producto final, aunque apreciamos que se mantiene una elevada componente manual y una manera de manufacturar en la que la condición artesana y, diríamos, humana sigue siendo la característica fundamental.

Del mismo modo, otra de las vindicaciones arraigadas es la dotación de un equipamiento cultural, a modo de museo, que permita anclar esta memoria al territorio de la marina maliaya, una institución que respalde la consideración patrimonial, avance en la creación de actividades y pueda, tal vez, asociarse a esos fines formativos, junto a la necesidad divulgadora de su relevancia. Se suele poner como referente los equipamientos museísticos de Whitby.

En este momento, merece destacarse la meritoria puesta en marcha de una exposición permanente instalada por los miembros de la Asociación «Azabache Jurásico de Asturias» en la sede de la Unión Azabachera de Villaviciosa: en ella se recogen cuestiones tales como la naturaleza y características del azabache y los productos que se le asemejan, la producción decimonónica británica, las piezas características de Asturias, la nueva joyería, etc. Como ya se ha visto, esta muestra ha resultado de indudable ayuda para la confección de esta memoria y algunas de sus piezas ilustran estas páginas.

En resumen, además del problema estructural o seminal de la ausencia de una mina que pueda abastecer de materia prima, que influya en la cuestión de la originalidad o autenticidad del azabache de Asturias; además de la voluntad de que exista una indicación geográfica protegida del material o una denominación de origen identificada con este territorio, existe la necesidad, como demanda de orden patrimonial, de definir una cultura, de velar por su preservación a través de la transmisión del oficio en un cauce formativo reglado y, finalmente, de la dotación de un equipamiento museístico estable que sirva como reclamo turístico en sintonía con otros recursos culturales, que desarrolle una acción divulgativa para los propios conciudadanos y atraiga flujos de visitantes. Una institución, en definitiva, que contribuya a fijar la especificidad del material y del producto elaborado, arraigada en esa zona de la costa central de Asturias y más específicamente, en el concejo de Villaviciosa.

La promoción, por parte de las administraciones, de esta tradición cultural mediante diversos recursos, amparando a todos los profesionales y auspiciando los mercados, las ferias o las demostraciones, como se hizo en otros momentos, constituye otra de las demandas del sector. Se considera que contribuiría a prestigiar la actividad y a afirmar su condición de artesanía de calidad, propia de Asturias.

Ante la situación así descrita, el riesgo más evidente que se identifica es la pérdida de esa tradición cultural, del patrimonio inmaterial asociado a un colectivo, a una sociedad y a un territorio que se vincula a otros espacios con tradiciones similares que se han sabido mantener o proyectar hasta el presente. El quebranto en la línea de trasmisión de conocimientos que se venía anunciando desde hace décadas es una amenaza que ahora ya resulta tangible. Se trata de un momento crítico y quizás de la última oportunidad para lograrlo, puesto que aún existe una generación con décadas de trabajo a sus espaldas, con profesionales y otros agentes que pueden contribuir a relanzar el sector y proyectarlo hacia el futuro. Del mismo modo, habría que trabajar en reforzar las relaciones con los lugares que han compartido y aún mantienen esas culturas del azabache en el presente, que demuestran conexiones amplias en el territorio y en el tiempo, y destacar en nuestro caso las posibles singularidades.

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