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Documento BOE-T-1995-14930

Sala Segunda. Sentencia 76/1995, de 22 de mayo de 1995. Recurso de amparo 2.681/1991. Contra Sentencia del Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Salamanca, confirmada en apelación y casación por otras de la Audiencia Provincial de Valladolid y del Tribunal Supremo. Supuesta vulneración del derecho al honor: ejercicio abusivo de la libertad de expresión. Voto particular.

Publicado en:
«BOE» núm. 147, de 21 de junio de 1995, páginas 5 a 10 (6 págs.)
Sección:
T.C. Suplemento del Tribunal Constitucional
Departamento:
Tribunal Constitucional
Referencia:
BOE-T-1995-14930

TEXTO ORIGINAL

La Sala Segunda del Tribunal Constitucional, compuesta por don José Gabaldón López, Presidente; don Fernando García-Mon y González-Regueral, don Rafael de Mendizábal Allende, don Julio Diego González Campos, don Carles Vivar Pi-Sunyer y don Tomás S. Vives Antón, Magistrados, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de amparo núm. 2.681/91, interpuesto por don Vicente González Martín, a quien representa el Procurador de los Tribunales don Jesús Verdasco Triguero y asiste el Letrado don Agustín Bullón Vera, contra la Sentencia dictada por el Juez de Primera Instancia núm. 2 de los de Salamanca el 13 de junio de 1988, confirmada en apelación y casación por otras de la Audiencia Provincial de Valladolid y del Tribunal Supremo, respectivamente. Ha intervenido el Fiscal, siendo Ponente el Magistrado don Rafael de Mendizábal Allende, quien expresa el parecer de la Sala.

I. Antecedentes

1. Don Vicente González Martín, en escrito registrado el 30 de diciembre de 1991, interpuso el recurso del cual se hace mérito en el encabezamiento de esta Sentencia, donde se nos dice que él y la profesora doña María Nieves Muñiz Muñiz concursaron, ante la Comisión ad hoc nombrada por la Universidad de Salamanca, a una plaza de Catedrático de Lengua y Literatura Italianas y Literatura Comparada Italo-española. La Comisión elevó el 26 de junio de 1987 propuesta a favor del primero, no obstante lo cual, previa reclamación de su contrincante, la Comisión de Reclamaciones de la Universidad, por Resolución de 9 de febrero de 1988, revocó la propuesta. Resolución que fue objeto del correspondiente recurso contencioso-administrativo y sobre la que este Tribunal tuvo ocasión de pronunciarse en STC 215/1991, en la cual no se dio lugar al amparo pedido respecto de aquella por quien hoy insta este proceso constitucional.

Don Vicente González Martín «herido en su dignidad y humano enojo» (sic), publicó en el diario de Salamanca «La Gaceta Regional» del 13 de febrero de 1988 una «carta abierta al Rector de la Universidad de Salamanca», en la cual, haciendo referencia a la Resolución de la Comisión de Reclamaciones del día 9 anterior, se afirmaba que don Joaquín García Carrasco, miembro de la misma, es «adjunto a un Vicerrector viajante –no ajeno a todo este asunto–, director del Programa “Erasmus” con sueldo sustancioso y giras internacionales pagadas». El día 23 del mismo mes de febrero y en igual periódico fue publicado un artículo firmado por el demandante de amparo bajo el título «Perfil I. J. A. Carrasco: El juzgador juzgado». En él, según se destaca en la demanda de amparo, se afirmaba que «J. A. Carrasco es efectivamente un exclaustrado y la historia ha puesto de manifiesto en repetidas ocasiones que la Iglesia ha sabido formar grandes personalidades –en su lema de conducta– amantes de la ciencia y de la persona humana mientras estuvieron en su seno, pero también a algunas implacables y resentidas con el género humano cuando abandonaron el cobijo del claustro. De él sacaron todo lo que les sirvió para el medro personal, pero una vez instalados se convirtieron en sus mayores enemigos y de lo que representaba. Lógicamente esta pauta de conducta la trasvasaron a su actividad como laicos». También se decía, siempre refiriéndose al señor Carrasco, que «este inquisidor responde claramente a estos esquemas. De los apacibles hermanos de La Salle y su Instituto Lateranense de Roma se servirá para hacer sus estudios religiosos... (que)... concluyen con el trabajo de final de carrera: la tesi di laurea –de menor entidad que una tesina española– en Teología, titulada: Fundamentos teológicos de la institución docente cristiana según el Concilio Vaticano II... Su infinita habilidad le hace descubrir en 1977 un Decreto por el que se pueden convalidar las tesis realizadas en el extranjero, hecho para recuperar a científicos exiliados. Con unos cuantos apoyos logra que su tesi di laurea italiana –repito que es un mero trabajo de final de carrera ni siquiera equiparado a la tesina española– se convierte en tesis doctoral, obteniendo así el título de Doctor en Pedagogía dado por un tribunal ad hoc y sin necesidad de defensa pública. Este hábil juzgador no fue ni siquiera juzgado como los demás mortales para conseguir el máximo título académico. Con este bagaje científico, su ascenso fue rápido y de exclaustral del babero y famoso catequista pasó a convertirse rápidamente en distinguido profesor gracias a sus artes persuasorias, en anfitrión de conspiradores en su arcadia particular, en farragoso autor de “Apuntes de educación” y de títulos como “Pedagogos”, para qué, sospechosamente empleado tiempos atrás por un tal J. F. Navascués. Sin embargo, él, tan renuente a otras obligaciones más marciales, no duda en aceptar otras asesoras diversas con pingües beneficios, inquisiciones varias y almuerzos de trabajo con otros inquisitoriales comensales, en céntrico restaurante, pagados por el contribuyente».

Don Joaquín García Carrasco, sintiendo lesionados sus derechos a la intimidad y al honor, formuló contra quien ahora nos solicita amparo demanda con fundamento en el art. 13 de la Ley 62/1978, de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona, estimada en la Sentencia que el Juez de Primera Instancia núm. 2 de los de Salamanca dictó el 13 de junio de 1988, donde se condenó a don Vicente González Martín a publicar a su costa en «La Gaceta Regional» el encabezamiento y el fallo de la propia Sentencia y a indemnizarle en 600.000 pesetas, por intromisión ilegítima en su derecho al honor. Sentencia confirmada en apelación por otra que la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Valladolid pronunció el 6 de octubre de 1989, salvo por cuanto respecta a la cuantía de la indemnización, rebajada a 500.000 pesetas. A su vez, la Sala Primera del Tribunal Supremo, en Sentencia de 29 de noviembre de 1991, no dio lugar al recurso de casación interpuesto contra la anterior.

En la demanda de amparo se dice que las resoluciones judiciales impugnadas han vulnerado los derechos fundamentales del recurrente a la libertad de expresión y a comunicar libremente información [art. 20.1 a) y d) C E.], dando preferencia al derecho al honor (art. 18.1 C.E.) de don Joaquín García Carrasco, sin advertir su condición de personaje público, que ejerce un cargo público con proyección pública, máxime en una ciudad como Salamanca donde es conocido en el ámbito universitario, siendo además miembro destacado del proyecto «Erasmus». Por ello, según la doctrina contenida en la STC 171/1990, en el caso debatido debió darse preferencia a la libertad de información sobre el derecho al honor, especialmente si, como ocurre, nadie ha puesto en duda la veracidad de la información ni el carácter de persona pública de aquélla a la cual se refería. Además, cabría aducir otro claro motivo, como es su estado de ánimo al verse privado de la Cátedra por una Comisión de Reclamaciones, compuesta por personas no idóneas, tras superar unas reñidas oposiciones. En definitiva, se solicita el otorgamiento de amparo con reconocimiento del derecho a la libertad de expresión y, consecuentemente, la declaración de nulidad de las resoluciones judiciales objeto del recurso.

2. La Sección Cuarta, en providencia de 9 de marzo de 1992, admitió a trámite la demanda, requiriendo de la Sala Primera del Tribunal Supremo, a la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Valladolid y al Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de los de Salamanca la remisión de las actuaciones y al último de ellos el emplazamiento de quienes fueron parte en el proceso para que pudieran comparecer en éste, si les conviniere. En providencia de 4 de mayo de 1992 se dio por recibidas las actuaciones judiciales y se abrió un plazo común de veinte días para que el demandante de amparo y el Ministerio Fiscal pudieran alegar lo que estimaran procedente a su derecho.

3. Quien ahora demanda el amparo evacuó el trámite el día 29 de mayo, remitiéndose a la argumentación y a los fundamentos contenidos en su escrito de demanda.

4. El Fiscal formuló sus alegaciones en la misma fecha, pidiendo la denegación, del amparo por no resultar del proceso judicial la lesión de los derechos fundamentales que sirven de apoyo a la demanda. En efecto, opina que se valoraron con acierto el derecho al honor y la libertad de expresión en este caso por los Tribunales respectivos. Aun admitiendo la relevancia pública de la persona afectada por la información litigiosa, el interés general del asunto es muy limitado, sin que en modo alguno pueda sostenerse una abstracta prevalencia de la libertad de información sobre el derecho al honor. La exceptio veritatis que se alega juega sólo en el ámbito de la libertad de información, pero no en el de la libertad de expresión, que se encuentra limitada por las frases formalmente injuriosas e innecesarias para la opinión que se transmite. Por otra parte, el recurrente, tal y como él reconoce, actuó por «enemistad manifiesta» o «enojo», siendo así que el ánimo vejatorio o enemistad pura y simple, como integrador de una malicia calificada, excluye las libertades de expresión e información. Si ese estado pasional se alega como una circunstancia atenuante, ello podría tener efectos en el ámbito penal y en el civil única y exclusivamente para atenuar las consecuencias indemnizatorias del ilícito, pero en modo alguno para excluir la intromisión ilegítima en el derecho al honor de la Ley Orgánica 1/1982, que se mueve en el terreno de la culpa o negligencia, como desarrollo que es del art. 1.902 del Código Civil. Concluye, pues, que la Constitución no protege un supuesto derecho al insulto, y de insultos vulgares se trata en el artículo periodístico enjuiciado.

5. Por providencia de 18 de los corrientes, se señaló para deliberación y fallo de este recurso el día 22 de mayo de 1995.

II. Fundamentos jurídicos

1. Tres son las Sentencias de otros tantos Tribunales de la jurisdicción civil que componen el objeto de este proceso constitucional, formalmente único aun cuando contenga tal pluralidad de decisiones judiciales. Siendo único su sentido, coincidente en lo esencial, salvo en la cuantía de la indemnización, como lo es también el reproche que se dirige a todas, no hay sino una pretensión con una triple incidencia en el caso de su eventual éxito, aun cuando quepa anticipar ya desde aquí la inviabilidad del amparo. Pues bien, en este caso se pone en tela de juicio constitucional la Sentencia que la Audiencia Provincial de Valladolid (Sección Primera) dictó, en apelación, el 6 de octubre de 1989, revocando parcialmente otra anterior del Juez de Primera Instancia núm. 2 de Salamanca, aun cuando confirmaba sus demás pronunciamientos condenatorios. Sentencia aquella firme y ejecutoria una vez rechazado por la Sala Primera del Tribunal Supremo el recurso de casación interpuesto contra ella en otra de 29 de noviembre de 1991. Es, por tanto, la condena de quien hoy demanda amparo por haber invadido sin causa legítima el derecho al honor en el trabajo periodístico del cual habrá cumplida ocasión de hablar por extenso lo que se erige en núcleo del debate y en la razón de pedir la anulación de la correspondiente decisión judicial que se pretende al abrigo de dos derechos fundamentales, el de información y la libertad de expresión (art. 20.1 C.E.), aun cuando los reproches se entremezclen como lo están aquellos y carezcan de consistencia autónoma. El problema, ahora como siempre, nace de la distinta y aun opuesta ponderación de estos derechos fundamentales cuya tensión con el que protege el honor, limite de aquellos, pone en primer plano el juicio de la sedicente intromisión en este.

2. La Constitución Española reconoce y protege los derechos «a expresar y difundir libremente los pensamiento, ideas y opiniones» así como «a comunicar y recibir libremente información» a través de la palabra por de pronto y también a través de cualquier otro medio de difusión (art. 20 C.E.). Por su parte el Convenio de Roma de 1950 les dedica su art. 10, según el cual «toda persona tiene derecho a la libertad de expresión», con las dos subespecies a las que luego hemos de aludir necesariamente, a cuya luz han de ser interpretadas las propias normas constitucionales relativas a los derechos y libertades fundamentales (art. 10 y STC 138/1992).

Una disección analítica de las normas de la Constitución antes invocadas, dentro de ese contexto, pone de manifiesto que en ellas se albergan dos derechos distintos por su objeto y a veces por sus titulares. En efecto, por una parte se configura la libertad de pensamiento o ideológica, libertad de expresión o de opinión, mientras por otra parte se construye el derecho de información en una doble dirección, comunicarla y recibirla. El objeto en un caso es la idea y en el otro la noticia o el dato. Esta distinción, fácil en el nivel de lo abstracto, no es tan nítida en el plano de la realidad donde –como otras semejantes, por ejemplo hecho y Derecho– se mezclan hasta confundirse, aun cuando en éste no haya ocurrido así.

En tal sentido se ha pronunciado este Tribunal Constitucional desde antiguo y ha intentado delimitar ambas libertades, a pesar de las dificultades que en ocasiones conlleva la distinción entre información de hechos y valoración de conductas personales, por la íntima conexión de una y otra, ya que «esto no empece a que cada una tenga matices peculiares que modulan su respectivo tratamiento jurídico, impidiendo el confundirlas indiscriminadamente». Años después, insistíamos en la tesis de que la libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio en el cual deben incluirse también los juicios de valor. El derecho a comunicar y recibir libremente información versa en cambio sobre hechos noticiables y aun cuando no sea fácil separar en la vida real aquélla y éste, pues la expresión de ideas necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa, ésta incluye no pocas veces elementos valorativos, lo esencial a la hora de ponderar el peso relativo del derecho al honor y cualquiera de estas dos libertades contenidas en el art. 20 de la Constitución es detectar el elemento preponderante en el texto concreto que se enjuicie en cada caso para situarlo en un contexto ideológico o informativo (STC 6/1988).

3. Es evidente que estos dos derechos o libertades no tienen carácter absoluto aun cuando ofrezcan una cierta vocación expansiva. Un primer límite inmanente es su coexistencia con otros derechos fundamentales, tal y como se configuran constitucionalmente y en las leyes que los desarrollen, entre ellos –muy especialmente– a título enunciativo y nunca numerus clausus, los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen. Así se expresa el párrafo cuarto del art. 20 de nuestra Constitución. Aquí la colisión se predica del derecho al honor, aun cuando como premisa mayor del razonamiento jurídico haya que esclarecer cuál de ambas libertades, trenzadas a veces inextricablemente, haya sido la protagonista, porque las consecuencias son muy diferentes en cada caso si se recuerda que además de los límites extrínsecos, ya indicados atrás y comunes para una y otra, la que tiene como objeto la información está sujeta a una exigencia específica.

Desde esta perspectiva se ha dicho ya, una, y otra vez, que «mientras los hechos por su materialidad son susceptibles de prueba, los pensamientos, ideas, opiniones o juicios de valor no se prestan, por su naturaleza abstracta, a una demostración de su exactitud» (STC 107/1988). Tal diferencia conlleva que la libertad de expresión carezca del límite intrínseco que constitucionalmente se marca al derecho de información, consistente en la veracidad. Esta exigencia no significa que en el supuesto de error se prive de toda protección al informador, a quien se puede y se debe exigir que los hechos se contrasten con datos objetivos, se compruebe, en suma por otras fuentes o cauces, imponiéndole la carga de un específico deber de diligencia. El derecho de todos a la información veraz, del cual son titulares los ciudadanos y los profesionales de los medios, sería defraudado si éstos actuaren eventualmente con menosprecio de la realidad de los datos. «El ordenamiento –dijimos ya– no presta su tutela a quien comunica como hechos simples rumores, o peor, a meras insinuaciones insidiosas» (SSTC 6/1988 y 105/1990).

Pues bien, la lectura del texto publicado en «La Gaceta Regional» de Salamanca el 23 de febrero de 1988, bajo la firma de don Vicente González Martín, deja meridianamente claro que el propósito del autor es una crítica inmisericorde y sin cuartel de la personalidad de don Joaquín García Carrasco, de quien se esboza un retrato y se espigan una serie de avatares de su biografía. Todo ello en principio pudiera estar dentro de una lícita libertad de expresión, desde el momento en que se hace a través de un periódico diario, su contenido consiste en opiniones y juicios de valor, bien es verdad que tendenciosamente negativos siempre, aun cuando con ribetes informativos por incluir también muchos aspectos de la trayectoria profesional del aludido y en cierto modo, biografiado, cuya exactitud nadie ha discutido. El factor desencadenante es un acontecimiento de la actividad académica y ofrece una suficiente relevancia pública, ingrediente éste que merecerá y exigirá una atención detenida más adelante. En tal trama dialéctica y en su urdimbre literaria se entremezclan, pues, ingredientes diversos, aun cuando el preponderante sea el crítico, reflejado en los muy abundantes juicios de valor y no el informativo, que le sirve a veces de soporte o pretexto y otras de acompañante.

4. Presenciamos, pues, el choque frontal de dos derechos fundamentales, el que tiene como contenido la libertad de expresión y aquel otro que protege el honor, desde cuya perspectiva unilateral, ahora, en una segunda fase del análisis conviene a nuestro propósito averiguar cuál sea su ámbito. En una primera aproximación no parece ocioso dejar constancia de que en nuestro ordenamiento no puede encontrarse una definición de tal concepto, que resulta así jurídicamente indeterminado. Hay que buscarla en el lenguaje de todos, en el cual suele el pueblo hablar a su vecino y el Diccionario de la Real Academia (edición 1992) nos lleva del honor a la buena reputación (concepto utilizado por el Convenio de Roma), la cual –como les ocurre a palabras afines, la fama o la honra– consiste en la opinión que las gentes tienen de una persona, buena o positiva si no van acompañadas de adjetivo alguno. Así como este anverso de la noción se da por sabido en las normas, éstas en cambio intentan aprehender el reverso, el deshonor, la deshonra o la difamación, lo infamante. El denominador común de todos los ataques o intromisiones legítimas en el ámbito de protección de este derecho es el desmerecimiento en la consideración ajena (art. 7.7 L.O. 1/1982) como consecuencia de expresiones proferidas en descrédito o menosprecio de alguien o que fueren tenidas en el concepto público por afrentosas.

Todo ello nos sitúa en el terreno de los demás, que no son sino la gente, cuya opinión colectiva marca en cualquier lugar y tiempo el nivel de tolerancia o de rechazo. El contenido del derecho al honor es lábil y fluido, cambiante y en definitiva, como hemos dicho en alguna otra ocasión, «dependiente de las normas, valores e ideas sociales vigentes en cada momento» (STC 185/1989). En tal aspecto parece evidente que el honor del hidalgo no tenía los mismos puntos de referencia que interesan al hombre de nuestros días. Si otrora la honestidad y recato de las mujeres (según perdura todavía en una de las acepciones del Diccionario) era su componente principal, parigual con el valor o coraje del varón, hoy como ayer son la honradez e integridad el mejor ingrediente del crédito personal en todos los sectores. En el desarrollo evolutivo que puede fecharse en las postrimerías del siglo XVIII y hasta ahora, el trabajo ha ido ganando terreno, desde una concepción servil a una consideración máxima en el orden de los valores sociales (STC 223/1992).

Ahora bien, cualquier crítica de la actividad profesional no puede ser considerada automáticamente como un atentado a la honorabilidad personal. Hay aspectos de ella que son ajenos a tal derecho, aun cuando tampoco esa posibilidad pueda llevarnos, según hemos dicho recientemente, «a negar rotundamente, como se hace en cambio en la Sentencia del Tribunal Supremo impugnada, que la difusión de hechos directamente relativos al desarrollo y ejercicio de la actividad profesional puedan ser constitutivos de una intromisión ilegítima en el derecho al honor cuando excedan de la libre crítica a la labor profesional, siempre que por su naturaleza, características y forma en que se hace la divulgación la hagan desmerecer en la consideración ajena de su dignidad como persona» (STC 40/1992).

5. Una vez despejadas las dos incógnitas previas, que no eran sino la identificación de la libertad en juego y el contenido del derecho que le sirve de límite, el paso siguiente habrá de ser la ponderación de una y otro, sin olvidar su distinto peso específico. En efecto, la libre expresión y la no menos libre información se configuran en principio como derechos fundamentales de la ciudadanía, aun cuando con talante instrumental de una función que garantiza la existencia de una opinión pública también libre, indispensable para la efectiva consecución del pluralismo político como valor esencial del sistema democrático. Así lo hemos reconocido y proclamado, con unas u otras palabras, en más de una ocasión (SSTC 6/1981, 104/1986, 165/1987 y 107/1988, entre otras). El análisis para sopesar los derechos en tensión ha de hacerse atendiendo a las circunstancias concurrentes en cada caso, con tres criterios convergentes, el tipo de libertad ejercitada, el interés general de la información y la condición pública o privada del ofendido.

La ponderación antedicha es, en su esencia, una operación de lógica jurídica que, en principio, forma parte del conjunto de las facultades inherentes a la potestad de juzgar, privativa de los Jueces y Tribunales del Poder Judicial por mandato de la propia Constitución (art. 117.3). En efecto, tal potestad comprende la selección de la norma jurídica aplicable al caso concreto, incluso en su dimensión temporal, la interpretación y la subsunción en ella de los hechos, la determinación de éstos a través de la actividad probatoria, con la admisión y pertinencia de los medios propuestos y la libre valoración del acervo obtenido mediante los efectivamente utilizados. Si a lo dicho se añade la posibilidad de ejecutar lo juzgado, para hacer así efectiva la tutela judicial (art. 24.1 C.E.) queda claro, en un rápido esbozo, el perfil constitucional de la función judicial. Pues bien, esto que resulta inconcuso por haberlo dicho así, una y otra vez, este Tribunal, veda en efecto que actuemos aquí como una tercera instancia o como una supercasación, pero no coarta el ejercicio de nuestra propia perspectiva jurisdiccional (art. 123 C.E.)

En tal línea discursiva, cuando entran en conflicto o colisión dos derechos fundamentales, como ahora es el caso, resulta evidente que la decisión judicial ha de tener como premisa mayor una cierta concepción de aquellos derechos y de su recíproca relación o interconexión y, por tanto, si tal concepción no fuera la constitucionalmente aceptable, en un momento dado, esa decisión «como acto del poder público, habrá de reputarse lesiva» del uno o del «otro derecho fundamental, sea por haber considerado ilícito su ejercicio, sea por no haberle otorgado la protección que, de acuerdo con la Constitución y con la Ley, debería otorgarle» (STC 171/1990). De ahí que la vía de amparo no ya permita sino imponga, en esta sede, el revisar la ponderación de los derechos colindantes hecha por el juzgador, desde la sola perspectiva de la Constitución y limitando nuestro enjuiciamiento a la finalidad de preservar o restablecer el derecho fundamental en peligro ya lesionado (art. 41.3 LOTC).

6. El interés general de la información o su relevancia pública, según se ha dicho otras veces (STC 223/1992) se da precisamente por haberse publicado el texto ahora en tela de juicio por un diario de ámbito provincial o regional, si la cabecera corresponde fielmente a su difusión real. No parece desorbitado concluir que las opiniones o la información sin alcance noticioso o noticiable en el ámbito nacional pueden tenerlo en otro más reducido espacialmente, como también resulta razonable la proposición contraria, que un hecho o un juicio de valor nimios o inocuos no se transforman en atractivos periodísticamente por la mera circunstancia adjetiva de difundirse en los medios de mayor cobertura o tirada territorial. Desde esa perspectiva, la información y su glosa crítica que ofrece por el autor del texto tenían tal resonancia pública y adquirían así transcendencia por girar en torno a un protagonista conocido en el entorno, como miembro destacado del claustro docente y, en tal condición, también de la Comisión de Reclamaciones, órgano de la centenaria Universidad, ligada íntimamente por la historia a la vida cotidiana y al desarrollo cultural de la ciudad, cuyo centro neurálgico es cabeza y corazón a la vez, y en cuyo pulso vital influye cuanto acontece en el campus o en las aulas de ese alma mater.

El otro factor para detectar la relevancia pública del conjunto tiene como soporte uno de los elementos de la noticia o de la opinión, su protagonista, la persona de quien se habla y sobre quien se escribe, perfilando hasta qué grado haya dado a su propia persona, con carácter habitual y permanente, una proyección pública, que puede venirle dada por la condición intrínseca del puesto que ocupa en la estructura social y el papel que representa en este gran teatro del mundo, o puede ser sobrevenida, circunstancialmente, por razón de acaecimientos ajenos a su voluntad y, en cierto modo, a la de los demás. Unos y otros, quienes voluntariamente se dedican a profesiones o actividades con una inherente notoriedad pública y actúan en el escenario, real o metafóricamente, bajo la potente cegadora luz de la publicidad constante, es claro que han de aceptar, como contrapartida, las opiniones aun adversas y las revelaciones de circunstancias de su profesión e incluso personales. Esto es predicable con toda su intensidad en el caso de quienes ocupan cargos públicos, cualquiera que fuere la institución a la cual sirvan, como consecuencia de la función que cumplen las libertades de expresión y de información en un sistema democrático. Sus titulares han de soportar las críticas o las revelaciones aunque «duelan, choquen o inquieten» (Sentencia del T.E.D.H. de 8 de julio de 1986, caso Lingen), desvaneciéndose aquí, por otra parte, los límites no muy precisos en la vida cotidiana de esas dos manifestaciones de la que se llamó desde un principio libertad de prensa. El ámbito de la intimidad se reduce correlativamente (SSTC 171/1990 y 172/1990) como también el del honor, más sensible cuando de ciudadanos particulares se trata (STC 165/1987).

Sin embargo, el análisis no termina ni puede terminar ahí. La cuestión es más compleja y para desentrañarla hay que seguir leyendo. Efectivamente, cualquiera que fuere la condición de las personas involucradas como autores o víctimas en una información o en una crítica periodística, existe un límite insalvable impunemente. «No cabe duda de que la emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier contexto, innecesarios para la labor informativa o de formación de la opinión que se realice supone un daño injustificado a la dignidad de las personas o al prestigio de las instituciones, teniendo en cuenta que la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona que se proclama en el art. 10.1 del Texto fundamental» (STC 105/1990). En tal línea discursiva se hace obligado verificar si en este caso, partiendo sin vacilación alguna de la más amplia y deseable libertad de expresión, extravasó el perímetro de tal derecho fundamental y se entrometió en el del honor, cuyo menoscabo se produce como efecto de expresiones proferidas o acciones ejecutadas en deshonra, descrédito o menosprecio de las personas. Al efecto tenemos un dato, el valor constitucional protegido por tal norma y una incógnita, si las palabras utilizadas en relación con el protagonista único del relato lo lesionan ilegítimamente.

En el artículo publicado por «La Gaceta Regional» el 23 de febrero de 1988, su autor trata de abocetar, tal y como sugiere el propio título, un perfil profesional de don Joaquín García Carrasco, cuyo resultado final pone de manifiesto una opinión de la trayectoria vital y de los méritos profesionales de aquél totalmente desfavorable. Ahora bien, esa personal opinión, legítima en principio y amparable por la libertad de expresión, no justifica la utilización de frases o palabras objetivamente injuriosas e insultantes como «claustral del babero», «anfitrión de conspiradores», «chambón» y «personaje inquisitorial», ni la formulación de imputaciones claramente difamatorias como que el aludido «firma resoluciones sin la más mínima ótica». Como se ha dicho, frente al derecho al honor, la libertad de expresión no tiene más límite que la necesaria ausencia de expresiones no sólo injuriosas sino innecesarias para la exposición de los juicios de valor, opinables y por ello opiniones, límite que el autor del texto analizado traspasa claramente varias veces. Aun más, la consideración global del contenido pone de manifiesto, como destaca la Sala Primera del Tribunal Supremo, un verdadero propósito deliberado de afrentar al así tratado tendenciosamente, haciéndole desmerecer en la consideración ajena, con ánimo vindicativo no negado y casi explícito, como consecuencia de su actuación como vocal de la Comisión de Reclamaciones de la Universidad de Salamanca participara en la decisión de acoger una, formulada contra la adjudicación de cierta cátedra, privando de ella al autor del libelo. Siendo así, sus improperios se sitúan ellos mismos, por sí solos, extramuros de la protección constitucional en la medida en que son insultantes o contienen insinuaciones insidiosas, proferidas y escritas con ánimo vejatorio y por enemistad pura y simple (SSTC 105/1990, 171/1990, 172/1990, 214/1991 y 85/1992).

Lo dicho antes es predicable también desde la otra perspectiva posible, la libertad de información, complementaria de la utilizada hasta ahora, que tiene por objeto hechos noticiables o noticiosos, vale decir con trascendencia pública y necesarios para la formación de una opinión pública en libertad, fundamento, como se dijo, de la organización democrática de la sociedad. Por ello, resulta indispensable la relevancia pública, pues si careciere de ella, aun siendo veraz, no merecería especial protección constitucional (STC 171/1990). Ahora bien, reconocido el interés general y no negada en ningún momento por nadie la veracidad de los hechos que se narran, esa circunstancia tampoco elimina la posibilidad de un exceso en el ejercicio del derecho a comunicar libremente información respecto de una persona con una posición pública. Aun cuando pueda parecer reiterativo conviene recordar que el autor, dicho con sus propias palabras, escribió «herido en su dignidad y humano enojo», sin pretensiones realmente informativas sino para autojustificarse, resaltando las virtudes o cualidades propias a la vez que acentúa los pecados y defectos ajenos, con un propósito de retorsión o represalia por manifiesta enemistad, tratando de vejar, como así lo hizo, a quien, según su criterio, le había perjudicado académicamente con una actuación que se califica como inmoral. Tal es el sentido que se deduce del texto y del contexto de lo escrito y publicado. Por ello, se colocó el mismo fuera del ámbito protector de la libertad de información, utilizando un periódico para finalidad distinta de la que constitucionalmente le está asignada, con una actitud, no sólo despectiva sino difamatoria y, en definitiva, sin ánimo de coadyuvar a la función propia de la prensa, actuación que, obviamente, no puede recibir el amparo constitucional (SSTC 105/1990 y 171/1990).

FALLO

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

Desestimar el presente recurso de amparo.

Publíquese esta Sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».

Dada en Madrid, a veintidós de mayo de mil novecientos noventa y cinco.–José Gabaldón López.–Fernando García-Mon y González-Regueral.–Rafael de Mendizábal Allende.–Julio Diego González Campos.–Carles Viver Pi-Sunyer.–Tomás S. Vives Antón.–Firmados y rubricados.

Voto particular que formulan los Magistrados Excmos. Sres. don Julio Diego González Campos y don Tomás S. Vives Antón a la Sentencia recaída en el recurso de amparo núm. 2.681/91

El tema del recurso es un artículo en el que un aspirante a una plaza de Catedrático de la Universidad de Salamanca critica a uno de los miembros de la Comisión de Reclamaciones de la Universidad, que revocó la propuesta que en su favor había hecho la Comisión de Especialistas que resolvió el correspondiente concurso.

El amparo que solicita resultó desestimado porque la mayoría de la Sala entiende que la libertad de crítica no justifica frases o palabras objetivamente injuriosas o insultantes como «claustral del babero», «anfitrión de conspiradores», «chambón» y «personaje inquisitorial», ni la formulación de imputaciones claramente difamatorias como que el aludido «firma resoluciones sin la más mínima ética». Ninguna de esas expresiones, por sí sola, ni en el conjunto del artículo, constituye, en nuestra opinión, una injuria. Pues no es injuriar atribuir a quien ha excluido al recurrente de la plaza a la que optaba, haber firmado una resolución falta de ética: sería mucho pedir a quien recurre que, en sus circunstancias, pensase o dijera lo contrario. Ciertamente se trata de una forma enérgica de expresar la disconformidad; pero no creemos pueda decirse que constituye una injuria. Razonamientos parecidos pueden hacerse en torno al calificativo de «personaje inquisitorial», que, en el contexto en que se produce, no indica más que una imputación de haber procedido a eliminar al recurrente por el modo en que éste concibe su actividad profesional y no por la ausencia de méritos, de los que basta leer el artículo para percatarse de que quien recurre se halla muy seguro de poseer. Las demás expresiones son de menor entidad y no merecen comentario. Pero sí merece alguno el hecho de que el artículo se haya escrito con espíritu vindicativo. Eso, que es evidente, es también natural: quien a consecuencia de la decisión de otro ha perdido (injustamente en su opinión) la plaza a la que aspiraba, reivindica normalmente su derecho y nada tiene de particular ni de injurioso que lo haga intentando ridiculizar el currículum y la decisión de la persona que la escribe.

No debe olvidarse que nos encontramos en el ámbito de la crítica de la función pública y de la crítica que parte de un afectado por el ejercicio de esa función. Si, en términos generales, el espacio abierto a la crítica de la función pública es muy amplio, más aún ha de serlo si ésta procede de quien sufre las consecuencias de sus actuaciones.

El ejercicio de esa crítica de la función pública se relaciona aquí, siquiera sea de modo remoto, con la libertad de cátedra, pues estamos ante un proceso de selección de catedráticos y cualquier decisión al respecto que no se halle sólidamente fundada en los méritos puede ser vista como un ataque a aquella libertad. Esa circunstancia hace que, en la defensa de un caso como el del recurrente, la libertad de expresión se halle menos fuertemente limitada que en otras hipótesis. Y eso, que debe ser así, así es efectivamente en la vida diaria de la Universidad.

Por todo lo expuesto, creemos que en el presente caso no se ha vulnerado el derecho al honor y que, por lo tanto, debería haberse otorgado el amparo.

Madrid, a veintidós de mayo de mil novecientos noventa y cinco.–Julio Diego González Campos.–Tomás S. Vives Antón.–Firmados y rubricados.

ANÁLISIS

  • Rango: Sentencia
  • Fecha de disposición: 22/05/1995
  • Fecha de publicación: 21/06/1995
Referencias posteriores

Criterio de ordenación:

  • CORRECCIÓN de errores en BOE núm. 246 de 14 de octubre de 1995 (Ref. BOE-T-1995-22486).

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